Cuando se cumplen tres años de la revolución popular que derrocó en Túnez al dictador Ben Ali, las buenas noticias son malas y las malas noticias, en cualquier caso, no son tan malas. ¿Cuál es la mala noticia? Que no se han producido las transformaciones estructurales que desde la izquierda hubiésemos deseado -y para las que, de todos modos, no había condiciones- y que los sectores más desfavorecidos, los que protagonizaron la revuelta, han sido desplazados lejos de las instituciones sin haber visto mejorar tampoco su situación de exclusión económica y social. La buena noticia es que, tras meses en la cuerda floja, parece que Túnez ha logrado evitar, al menos por el momento, un brutal retroceso dictatorial, según el modelo golpista de Egipto, y ello cuando la reversión regional de los procesos populares ha invertido la dirección de la ola que se alzó desde Túnez el 14 de enero de 2011 y que amenazaba con sumergir también, de vuelta al pasado, la cuna de la llamada «primavera árabe».
No hace falta un análisis en profundidad para percatarse de la división creciente entre el ámbito de la política institucional y el de la realidad social. La buena noticia es objetivamente una buena noticia. No puede desdeñarse la importancia de la frágil democracia formal conquistada ni la potencia simbólica de los pequeños avances institucionales realizados: mientras redacto estas líneas, la Asamblea Constituyente se reúne en día festivo para acelerar la aprobación de una Constitución laica y liberal poco revolucionaria pero que, tanto en sí misma como por comparación con el adefesio religioso-militar de Egipto, representa una ruptura cultural y política sin precedentes en el contexto árabe. La declaración formal del carácter civil del Estado, la afirmación de la libertad de credo y el reconocimiento explícito (art. 45) de la igualdad de género, con la exigencia de «paridad total» en los consejos electos, representa un avance potencialmente contagioso y demuestra la posibilidad de «domesticación » del islamismo moderado, artífice en último término de la carta magna tunecina.
Pero la mala noticia de esta buena noticia es que esta innegable conquista es el resultado de dos presiones convergentes ajenas a la presión popular. Como sabemos, la revolución tunecina empezó realmente el 14 de enero, con la salida del dictador, y fue de algún modo abortada dos meses después, el 3 de marzo de 2011, con la victoria de la Qasba, que demandaba una Asamblea Constituyente. De algún modo, y por muy paradójico que parezca, el triunfo mismo de las reivindicaciones populares interrumpió un proceso inmaduro de auto-organización y depositó la gestión de la «transición democrática» en las manos de los partidos políticos y las élites nacionales e internacionales.
La revolución, que quizás no hubiera triunfado en ningún caso, fue encauzada en el molde de los intereses institucionales, al margen de las fuerzas implicadas en las revueltas.
Se produjo, por así decirlo, una «normalización» política prematura que no se correspondía ni con las demandas de la población ni con la realidad profunda del Estado, cuyo aparato se mantenía y se mantiene casi inalterado. En este contexto, el juego propiamente político, que los partidos -incluida la izquierda han hecho pivotar en torno al conflicto laicismo-islam, ha tenido siempre algo de falso y, al mismo tiempo, de encubridor, precipitando en poco tiempo un proceso de desencanto general, retirada «invernal» de los movimientos sociales e incluso nostalgia reaccionaria del «antiguo régimen».
Porque este juego político -con el enfrentamiento agudo y teatral entre el gobierno encabezado por Ennahda y la heterogénea oposición «laica»- ha estado siempre amenazado: desde abajo por el descontento popular, desde las cloacas por el Estado profundo y sus manos negras empeñadas en desestabilizar el precario proceso democrático.
Una minuciosa estrategia de la tensión, en efecto, ha mantenido en jaque a Ennahda y sus aliados, estrategia que estuvo a punto de lograr sus objetivos en febrero de 2013 con el asesinato de Chukri Belaid, dirigente carismático del Frente Popular, y cinco meses más tarde con el de su compañero Mohamed Brahmi. El golpe de Estado egipcio, el 3 de julio, activó las tentaciones golpistas de un manojo de fuerzas, políticas y policiales, que encontraron un inesperado aliado en el terrorismo yihadista y que, coincidiendo con el segundo aniversario de las elecciones (23 de octubre), a punto estuvo de hacer descarrilar el frágil andamiaje de las instituciones protodemocráticas.
Lo que ha salvado este juego político e institucional ha sido la intervención exterior de la UE y la interior -difícilmente indiscernible- del tándem UGTT-Patronal, las dos orientadas a forzar un consenso de elites al margen de la Constituyente que respete, al mismo tiempo, tanto la existencia de la Asamblea como el acuerdo sobre la Constitución.
Es lo que se ha llamado «diálogo nacional», una solución de compromiso que ha conseguido desbloquear el callejón sin salida del enfrentamiento interpartidista a partir de la doble aceptación de un cambio de gobierno por parte de Ennahda y del respeto al proceso constituyente por parte de la oposición.
La primera parte del acuerdo se cumplió el pasado 10 de enero, cuando Ali Laraydh, primer ministro de Ennahda, presentó su dimisión y el presidente Moncef Marzouki encomendó la formación de un nuevo gobierno al «independiente » Amed Jomaa, hasta ahora ministro de industria y hombre vinculado a la multinacional Total. Por su parte la oposición aceptó volver a la Asamblea, que en muy pocos días aprobó la fundamental Ley de Justicia Transicional, aplazada durante dos años, y ahora aprueba la Constitución, artículo por artículo, a una velocidad sideral que introduce -como bien dice el analista Saif Soudani- un elemento «apasionado » de «improvisación emocional » en los artículos y que contrasta con la parsimonia y hasta el boicot opositor de los últimos meses.
Paradójicamente, cuando más arrinconado parecía el partido Ennahda, por la situación internacional y el acoso local, la resolución provisional de la crisis vuelve a darle ventaja, incluso a los ojos de la opinión pública: deja el gobierno con una elegancia democrática que contrasta con la escasa ética política y el oportunismo de la oposición, cuyo único objetivo ha sido el de derrocar «la dictadura islámica» por cualquier medio. Según las últimas encuestas, Ennahda supera en cuatro puntos a Nidé Tunis, la alianza de la derecha, y en más de 20 al Frente Popular, la coalición de la izquierda radical que ha sacrificado en vano su capital político para sumarse a la estrategia de Caid Essebsi y los fulul del «ancién regime».
El «diálogo nacional» ha salvado el «juego político» degradándolo, pero en todo caso no ha cerrado todos los peligros. En una situación revolucionaria, el nivel institucional y partidista cuenta con un margen de autonomía impensable -por ejemplo en el Estado español, como lo demuestra la indisciplina de muchos diputados, que han votado en la Asamblea, al hilo de las deliberación sobre los artículos de la Constitución, contra los «consensos» alcanzados en el marco del «diálogo nacional» (o el polémico Libro Negro de la Propaganda bajo Ben Ali, publicado por iniciativa personal del presidente Marzouki y a despecho del propio gobierno). Por lo demás, las divisiones y escisiones dentro de casi todas las fuerzas -incluidas Ennahda y Nidé Tunis-, junto al riesgo siempre presente de un nuevo atentado, mantienen la fragilidad del ámbito propiamente político. La buena noticia es mala porque finalmente el «diálogo» se ha impuesto desde fuera y contra la legitimidad revolucionaria (la del pueblo y la de la Constituyente), pero en todo caso podría ser mucho peor -una verdadera mala noticia- si un golpe de Estado, momentáneamente alejado del horizonte, hiciese cambiar a la UE y a los EEUU, como ha ocurrido en Egipto, su modelo estratégico en Túnez.
Pero hay una mala noticia que es una mala noticia. Como decíamos al principio, la creciente separación entre el ámbito institucional y partidista y el ámbito social determina un creciente malestar que, llegado el momento, podrían aprovechar, como en Europa, las fuerzas más retrógradas o menos democráticas.
Mientras los diputados discutían la Constitución, en la segunda semana de enero, las huelgas se multiplicaban (médicos, recogida de basuras, aeropuertos, transportes) y una verdadera revuelta quemaba comisarías y sedes de Ennahda en distintas ciudades del interior (notablemente en Qasserine) y barrios periféricos de la capital (como Hay-Tadamen o Sukra).
Lo que empezó como una protesta contra el nuevo impuesto sobre vehículos -que, antes de dimitir, Lareydh astutamente ha suprimido- se ha convertido en una epidemia de focos revoltosos, con enfrentamientos violentos con la policía, en los que el radicalismo político de todas las tendencias -salafistas y anarquistas- se une al saqueo iracundo e indiscriminado. Cuando se cumplen tres años de la revolución, la cuestión propiamente «de clase», más o menos deformada o autoconsciente, está más viva que nunca. La inflación galopante, los impuestos, el paro, junto a los acuerdos con el FMI y la recomposición de una burguesía empresarial corrupta (en muchos casos la misma que la revolución amenazó), serán el factor decisivo de una contienda política en la que la izquierda ha perdido al menos dos ocasiones históricas (antes de las elecciones del 23 de octubre de 2011, después de la muerte de Chukri Belaid en febrero de 2013) y en la que el oportunismo del Frente Popular y la «retirada» de los movimientos sociales puede dejar expedito el terreno a todas las ultraderechas, laicas o religiosas.
*Santiago Alba Rico, escritor, es un profundo conocedores de los países árabes, y en particular de Túnez.
**Santiago Alba Rico impartirá una charla el próximo domingo 9 de febrero, a las 11 de la mañana, en el Centro Social de Sants en Barcelona (calle Olzinelles, 30 Metro: Plaza de Sants) sobre el tema: «Túnez, Siria, Líbano, Egipto: tres años de revolución«