Miras el despertador de tu mesilla, son las seis de la mañana, bien, todavía te queda media hora más de sueño, o, al menos, de seguir tumbado en la cama. Hace frío, notas que el invierno ya ha llegado, tiras del edredón hacia tu lado, pero el gruñido de tu mujer hace que lo dejes donde estaba.
Sin darte cuenta caes en brazos de Morfeo que te cuenta una historia que olvidas en el mismo momento en el que el despertador comienza a recitar su poema infernal. Lo apagas y te levantas intentando recordar tu sueño, imposible, nunca lo consigues.
Cumples con los mandatos del aseo personal mientras tu gato reclama tu atención, ‘¿qué quieres?’, le preguntas, y esperas su respuesta como si fuera posible recibir algo más que un maullido, ante el cuál le abres la puerta para que salga a explorar la casa.
Te preparas el desayuno, nada especial, un café y unas tostadas, y te sientas a ver el telediario de la mañana. Ha habido elecciones en Estados Unidos y ha ganado Obama, bien, te alegras, por lo menos te cae simpático.
Son las 7.25, hora de comenzar a arreglarte. Eliges un traje del armario, el azul, hoy te sientes azul, aunque sabes que en español la expresión no tiene sentido, pero sonríes por tu ocurrencia. No te complicas con la camisa, blanca, no son horas de andar eligiendo, ¿y la corbata?, roja, para llamar la atención.
Sales de casa a las 7.45 y llegas al trabajo a las 7.58, bendita suerte la tuya. Cumples con tu rutina habitual, con eficiencia profesional, sin grandes alardes, a media mañana cierras la puerta del despacho y repasas ‘El librepensador’, subes las noticias que te han llegado, y compruebas que todo en tu sección va bien, correcto.
Suena el teléfono, atiendes un par de incidencias complejas, lo haces con soltura, con amabilidad, con profesionalidad, ¡no tienes abuela!, te sientes bien. Pasas la mañana hasta la hora de comer.
Vuelves a casa. Comes mientras charlas con tu mujer, nada especial, tu día, su día, planes para la tarde, comentarios sobre las noticias, y demás trivialidades. Te echas en el sofá media horita, ¡bendita media horita!
A las tres y media vuelves a ponerte el traje y sales de casa a las 3.45, para llegar al trabajo a las 3.58. Terminas el papeleo que tenías pendiente, repasas algún temilla para el día siguiente, y atiendes a tu jefe que anda preocupado por la crisis.
Aprovechas media horita de tranquilidad para redactar tu artículo diario, el mismo al que llevas dando vueltas todo el día, y lo dejas programado para más tarde, no sé, puede que para las ocho de la tarde.
Charlas un rato con tus compañeros, para acabar de matar la tarde, y a las siete sales del trabajo rumbo a casa. Llegas, te cambias a ropas normales, vuelves a ser tú, y bajas a tomar algo con tu mujer, nada especial, un cafelito tú y un cola cao ella.
Volvéis a casa, cenáis mientras comentáis las incidencias del día, habláis sobre Obama, sobre el futuro, sobre lo bueno que se avecina, sobre lo malo que se aleja, llama su suegra, o sea, tu madre, hablan un rato mientras tú jugueteas con el gato.
A eso de las once de la noche os váis a la cama, ella a hacer punto, tú a leer tu libro, ¿cuál toca hoy?, no sé, por ejemplo ‘Alguien con quien hablar’, media hora, no más, y caes rendido en la cama, a roncar a pierna suelta.
Así hasta mañana, un mañana que será idéntico a hoy, y muy similar a pasado mañana, porque la rutina se ha apoderado de tu vida.