Parece un día normal. Un lunes cualquiera, sin embargo el pasado 23 de abril de 2.012 es especial para mucha gente por lo que se celebra.
Particularmente, me vienen a la memoria las palabras sabias de mi padre y su ejemplo vivo cuando me inculcaba, sin imposiciones, una de sus pasiones: leer.
A partir de los siete años, su cantinela diaria era una especie de alarma: ¿Has leído algo hoy? Si le respondía con una negativa, a continuación me lanzaba una sentencia a modo de recordatorio: Diez minutos, Jose, diez minutos al día. No te pido más. Sabía que si llevaba a rajatabla la sugerencia, y con el tiempo, aquel intervalo insignificante podría ocuparme gran parte del día o de la noche.
Siendo ya mayor, cierto día cayó en mis manos un auténtico bodrio de lectura: pesada, densa y aburrida. Le comenté que lo iba a tirar a la basura y sin pensárselo, me arrebató el libro y me dijo muy serio: un libro, cualquier libro, ni se tira a la basura, ni se rompe ni se quema. Un libro, cualquier libro, se guarda en una estantería o en una caja, se regala o, llegado el caso, se vende a alguna persona, organismo o institución que lo pueda apreciar. Un libro es como un amigo, que te enseña y te reprende. Te hace ser mejor persona. Un libro es un arma pacífica que, si lo sabes utilizar, puede cambiar el mundo. Y me soltaba frases y más frases sobre la importancia que tenía la lectura. Solo le desobedecí una vez, cuando cumplí los 23 años: destrocé en mil pedazos y estampé contra la pared, el Código de Derecho Canónico. Aquello fue fruto de mi ardor juvenil y lo consideré una excepción. Así y todo me quedé más a gusto que un pato en un estanque.
Una de las frases que me repetía y que me llamó poderosamente la atención, fue: aquel que lee, tiene derecho a la palabra (se entiende que oral o escrita). Hasta aquí los recuerdos. El hoy fue excepcional. Sin acordarnos del día en cuestión, Ramón Alemán, un profesional y amigo, dedicado a la corrección de textos, Juan Manuel Santos, diseñador gráfico y el que suscribe estuvimos desde las nueve y media de la mañana hasta las dos y media de la tarde, corrigiendo y dando los penúltimos retoques a la criatura literaria que dentro de muy poco (a principios de junio) publicaré. Una criatura que, como todo hijo, deseo tenerla en mis manos y por extensión compartirla y enseñarla.
Al terminar, Ramón me pidió que lo acompañara a la calle porque quería, en un gesto de generosidad, regalar el suyo a unas cuantas personas que nos encontrásemos. Lavadora de textos, que así se llama su libro, se publicó en diciembre del año pasado. No voy a extenderme de nuevo en ensalzar todo lo positivo y enriquecedor que tiene tanto el niño como su papá, porque ya lo he hecho en otra ocasión y podría resultar empalagoso.
Solo quiero destacar el detalle que hace honor a unas palabras de un maestro, Rafael Fernando Navarro, cuando una vez me dijo:
«Escribo porque es una forma de entregarse a los demás, es una donación de uno mismo. Si alguien se adueña de esa donación colma mi alegría.
Y otra razón es despertar conciencias. Hay que sacudirlas para que se vean implicadas en el compromiso constructor de un mundo mejor»
¡¡ Muchas felicidades a todas las personas que encuentran en la lectura y en la escritura, un placer.
Sobre todo a aquellas que después de hacerlo son capaces de hacer de este mundo un poquito mejor.