Domingo por la tarde, un calor malsano, la paciencia agotada desde hace horas, esa nada vaga desazón en la punta de la lengua, hacen de mi día un asco. Vamos rumbo a Wal-Mart porque hoy toca la despensa mensual de mi vieja y querida abuela (800 pesos que el GDF le otorga en un plástico recargable).
No hay novedades: don Lupe, mi tío, conduce histérico su coche, mientras el tanque de gasolina se halla a la mitad, de su calva brotan chispas hasta por las orejas. A mi abuela se la ve cansada, la niña va en sus piernas, yo nado en un pozo estrecho de aguas vertiginosas, algo así como una vía rápida del pensamiento hacia la Falla de la Verdad. Prohibido encender el auto stereo, bajar los vidrios o estornudar, cuando se está al volante la más mínima distracción podría devenir en accidente fatal. Gracias al cielo conseguimos sortear ese tramo de 2.5 kilómetros sin contratiempos. Al llegar, la mega tienda brilla en todo su esplendor, deslumbrándome y anulando mi escaso sentido de identidad. La niña se va a mis brazos apenas conseguimos estacionar el coche tras darle 4 vueltas al parkin’ y bajarnos, me deshago de ella al primer kart disponible que encuentro en el camino, al cual nos asimos los cuatro con el objeto de llenarlo de basura comestible, de detergentes y otros productos encarecidos a grados ofensivos y desvergonzados. Esclavo del sistema que satanizo yo mismo, llevo dos rebanadas de pizza recién hecha, entre otras cosas más, para mí.
Finalmente terminamos con nuestra misión de recolección. Todos vamos, si no satisfechos, al menos resignados con nuestra parte del botín. He empezado con una de las rebanadas, está deliciosa, le doy a la niña.
Cuando toca pagar, la tarjeta pasa de una mano temblorosa por toda la tensión acumulada en 90 años de vida a otra mucho más joven pero igualmente tembeleque porque no ha podido atenderse esa brutal resaca, mas no para hacer el cargo, sino sólo para descubrir que el plástico no tiene fondos. En la niña y yo se cumple la premisa: Barriga llena, corazón contento. Debemos esperar cerca de 7 u 8 minutos -puede ser que sean menos, en estas situaciones se sabe que el tiempo se estira hasta el agobio- para que se cancele la venta y nos cobren sólo los productos que podemos costear. Pagamos el par de piezas, nos disculpamos con la cajera y nos vamos.