Benedicto XVI es, en su íntima contextura personal, un hombre de reflexión y palabra, un ser que en el estudio se encuentra como el pez en el agua. Puede definírsele con una palabra un tanto desacreditada: intelectual. ¿Cómo llega un hombre como él, un teólogo del nivel de los mayores del siglo XX -Lubac, Balthasar, Barth, Rakner, pocos más- a ocupar importantes responsabilidades -digámoslo en términos empresariales y asépticos- de decisión y gestión, hasta llegar a la cúspide de la más alta responsabilidad? Recuerdo la distinción que hacía Ortega, refiriéndose al político francés Mirabeau, entre hombres que viven preocupados (el intelectual) y hombres a los que hay que mantener ocupados (el político, el hombre de acción). Ortega hacía un claro distingo, casi sin posibilidad de mixtura, entre estas dos especies humanas. ¿Cómo un “preocupado” -el profesor, el teólogo Ratzinger- llega a ser un supremo “ocupado”-Benedicto XVI-? De esta pregunta extraigo, más que una respuesta, una doble reflexión.
Por un lado, creo que en esta vida y en otras similares, hay una íntima contradicción, una callada y asumida renuncia. El hombre meditativo que se ve abocado a la acción (a la política, por ejemplo) tiene que renunciar a una parte de su vocación, de su esfuerzo, de su tiempo. Tiene que tomar decisiones que benefician a unos y perjudican a otros, cuando, a lo mejor, tiene una visión más amplia que abarca y comprende a todos. Tiene que simplificar, esquematizar lo que sabe complejo. El hombre reflexivo metido a activo tiene, por lo tanto, que hacer un continuo esfuerzo de ascesis.
Pero hay una segunda reflexión. Esta renuncia puede ser no un mero esfuerzo de adaptación a lo distinto, sino una opción coherentemente asumida desde las propias ideas. Las ideas no son aquí entelequias puras, descarnadas, sino que son ideas para la vida; tienen una proyección ética. Y este imperativo ético puede conducir desde la reflexión a la acción, sin que haya contradicción entre una y otra. Desde un pensamiento de contextura moral se deriva un “deber ser” que afecta al hombre todo, a su vida, a su relacción con los demás y con el mundo. No puede el intelectual, en este caso, quedar encerrado en su torre de marfil, sino que se ve impelido a abrir las ventanas de su estudio a las impuras corrientes que llegan de fuera. Así, Benedicto XVI es un intelectual lanzado a la acción, que para él puede ser una renuncia pero también una prueba de coherencia.