“Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta la vida”. Esto es, se postula la libertad concebida como una ausencia de ataduras y limitaciones, el desarrollo del sentido lúdico de la vida. La libertad se justifica a sí misma. No necesita un fundamento ético o axiológico; y, mucho menos, trascendente. Nadie como Nietzsche ha sacado a la luz el sentido trágico que hay en el fondo de esta arriesgada actitud.
La opción contraria sería la expresada por una frase de San Pablo, que también tiene fuerza de eslogan: “La verdad os hará libres”. O sea: el actuar humano no es un puro elegir por azar o capricho, sino que tiene que estar fundamentado en la verdad y, en el fondo, en una instancia trascendente que le da sentido.
Más que teísmo o ateísmo, aquí enfrentamos dos formas de concebir el acontecer humano: la acción que se justifica a sí misma en su propio devenir y la que pretende ser un reflejo de valores fundantes.
El eslogan paulino, que resume la cosmovisión cristiana, nos conduce a una existencia dura, porque la verdad tiene sus exigencias y la libertad no puede andar a su capricho. Dura, pero satisfactoria, porque la verdad no es imposición que limita y constriñe la libertad, sino soplo que la impulsa, savia que la vivifica. Libertad que, en su desarrollo, se convierte en alegría y felicidad.
Por el contrario, este “haz lo que quieras” sin fundamento convierte la libertad en una fuerza indeterminada que sólo da cuentas a sí misma. Los actos humanos, sin vinculación moral, pierden sentido y dirección. Y soy más modesto: no hablo ya de un sentido trascendente, o religioso, sino simplemente de una raíz moral que vincule a los actos humanos.
Frente a “La verdad os hará libres” el “Sé libre, pues no hay verdad”. Un mundo basado en la ausencia de fundamento. Un efecto sin causa. Un mundo al revés.