Cultura

Un mundo aparte. Gustaw Herling-Grudzinski.

Un mundo aparte. Gustaw Herling-Grudzinski. Libros del Asteroide.

«No era una ciudad de Tristeza: era una ciudad en la que nunca había anidado la Alegría».

Página 16.

«La automutilación -cortarse parte de la mano o del pie con una hacha sobre un cepo de madera- fue, a partir del treinta y siete -sobre todo en las cuadrillas forestales y cuando el preso se hallaba al límite de sus fuerzas-, el método más seguro para acceder a unas condiciones de vida normales, humanas, como las que proporcionaba el ingreso en un hospital».

Página 30.

«En realidad, hay muy pocas personas capaces de soportar la soledad, aunque muchas sueñan con ella como su último refugio. Al igual que pensar en el suicidio, pensar en la soledad suele ser la única forma de protesta de la que somos capaces cuando ha fallado todo lo demás y la muerte aún inspira más pavor que atractivo».

Página 59.

«Bastaba con despertarse un par de horas después de la medianoche para encontrarse en medio de algo similar a una tormenta que cobra fuerza: delirios incoherentes, gritos alocados en los que el nombre de Dios se mezclaba con llamadas vanas a los familiares, lloros espasmódicos y quejidos estridentes».

Página 207.

 

Lo he repetido hasta la saciedad, que la bella forma en que Manuel Machado (el olvidado hermano) lo dijo:

“¡ Ay del pueblo que olvida su pasado

Y a ignorar su prosapia se condena !

¡ Ay del que rompe la fatal cadena

Que al ayer el mañana tiene atado !

contiene una gran verdad. No se debe olvidar el pasado, pero los pueblos tienden a hacerlo. La colectividad no tiene memoria. Y por ello repite sus errores de forma insistente y machacona con el paso de los años. La Humanidad no aprende «en carne ajena». Ni siquiera en la propia. De ahí la importancia de que libros como el que me ocupa no dejen de editarse, reditarse y comentarse. El gran Albert Camus dijo de la obra que «Este libro tendría que ser publicado y leído por todo el mundo, tanto por lo que es como por lo que dice». Ni que decir tiene que no puedo estar más de acuerdo.

La Historia es algo que me apasiona, que me enciende. Cosa que podría extrañar si «agua pasada no mueve molino», y sin embargo la vivo con la intensidad del presente pues, ¿qué son nuestros antepasados y sus vidas sino nosotros mismos? La Política siempre ha despertado también mi interés. Por estas dos razones podría pensarse que el texto que comento -de corte autobiográfico, pues Gustaw cuenta su propia experiencia en un campo de trabajo soviético- ha despertado mi aprobación y conformidad. Sin embargo, por encima de todo ello, este es un libro sobre el deterioro humano, sobre la degradación moral, la resistencia física y psicológica y la degeneración del hombre, su crueldad infinita. No está escrito con palabras rimbombantes, ni siquiera especialmente grandilocuentes, con acumulación de adjetivos, o exageraciones que levanten la piel del lector.

No le hace falta.

Lo que cuenta, y esto lo entendió muy bien el autor, ya es suficientemente demoledor. La mejor manera de presentarlo es con la frialdad de un observador, de un contable que apunta números sin escribirlos más grandes porque revelen incongruencias o problemas financieros. ¿Es Gustaw un hombre frío, un corazón helado a consecuencia de su experiencia? No es esto lo que se entiende y desprende de sus palabras. Pero sí alguien que ha comprendido que la realidad habla por sí sola, que basta dejarla hablar a través de las expresiones sencillas. Y es suficiente en sí misma. Lo que Gustaw escribe no es poesía, es la caída a los infiernos del ser humano, en forma de víctima, en forma de demonio, pero caída igualmente. Infierno helado, pero infierno.

Entre los párrafos encontraremos gente que acaba desnutrida, exhausta, muriendo en un barracón sucio, incapaz siquiera de gobernar su cuerpo, con falta crónica de vitaminas, escorbuto, cansancio, y falta de esperanza; condenas que se duplican a criterio de no se sabe muy bien qué instituciones; trabajos en mitad de nevadas que llegan a la cintura; juicios sumarios; asesinatos disfrazados de aplicación de leyes; leyes que, en su injusticia y arbitrariedad no son leyes sino lo contrario.

No haré mención al régimen comunista especialmente. Como régimen dictatorial sus efectos devastadores son comparables a cualquier otro del mismo corte, con independencia de la adscripción económica de su sistema. La crueldad del hombre no lleva un grado mayor por la nacionalidad o por la solución de producción que adopte la sociedad en la que viva. El ambiente cambia al sujeto, salvo que su fortaleza sea tal que le permita antes morir que cambiar, pero la atrocidad es la misma, la cometa quién la cometa y en nombre de quién o qué la cometa. De hecho resulta aterrador lo que se dice en la página 92, y que revela que un sistema u otro sólo buscan la producción a bajo coste, cueste lo que cueste:

«Al contrario de lo que se piensa, todo el sistema de trabajos forzados en Rusia -junto con los interrogatorios, la estancia en la cárcel y la vida en el campo de trabajo-, más que para castigar al delincuente, está calculado para explotarlo económicamente y transformarlo por completo».

En definitiva un libro que nos vendría (a todos) muy bien leer y reflexionar. ¿Hasta dónde puede llegar cada hombre en su grandeza y en su degradación? Los límites son abisales, difíciles de asumir si se piensan, terribles si se sienten, basta leer la lucha interna que sufre el autor cuando está en el hospital bajo los efectos de la fiebre (página 142). ¿Hasta dónde llegan los aparatos de los Estados en su búsqueda de primacía e imposición a otros? El Estado no tiene límites, no tiene corazón. «La muerte de un millón de soldados es una estadística; la muerte de un soldado es una tragedia», dijo Stalin. El Estado sólo procesa estadísticas, y los hombres pierden su característica de tales cuando se visten de Estado para cometer atrocidades como las descritas en este libro, las que cometieron los líderes nazis y las que se siguen cometiendo en todo el mundo. Pero, a veces, y aunque ya lo sepamos, conviene detenerse a pensar sobre ello y asumir la realidad histórica.

Un testimonio demoledor en el que, a pesar de todo, aún hay sitio para la belleza del autor al describir:

«¡Cómo hacía sollozar a su violín, cómo se debatía entre la ira y la humildad, cómo la sed de venganza lo hacía arder como la zarza ardiente mientras golpeaba con furia el arco contra las cuerdas, cómo rezaba con fervor vuelto en dirección al lugar donde sobre las ruinas de Jerusalén debía surgir de nuevo la Tierra Prometida poblada de olivares, cómo interpretaba su destino y el de su pueblo, un destino que no conoce las fronteras entre el amor y el odio!».

Página 236.

Sobre el Autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.