El mercado está organizado para promover la opulencia de unos pocos, pues su objetivo es inventar necesidades para sostenerse y arrojar cuentas cada vez más boyantes.
La actual crisis económica demuestra el fracaso estrepitoso de la sociedad de «libre» mercado, forma elegante de denominar al centenario capitalismo. Como ha escrito Eduardo Galeano, «el mercado tendrá que pedir perdón de rodillas al mundo porque ha sido un dios implacable que nos ha conducido a la catástrofe». Ese mercado se apoya en la calvinista cultura del éxito y en la producción del lujo como objetivo legítimo, inyecta cientos de miles de millones de dólares en los bolsillos de los zorros que esquilmaron el gallinero, pero permite que mueran de hambre o sida millones de seres humanos, y profesa la fe de carbonero en mitos como la famosa ‘mano invisible’ que todo lo regula y controla. ‘Mano invisible’ consustancial con el mercado que es el mercado mismo, alma del capitalismo.
La inamovible fe de los adoradores del mercado «libre» en el crecimiento económico constante como único camino de salvación va de la mano de la promoción de la opulencia y la práctica del derroche, pues el objetivo del mercado no es satisfacer las necesidades de todos ni el crecimiento del ser humano sino crear necesidades, inventarlas si es preciso, para asegurar ese crecimiento constante que arroje cada vez cuentas de resultados más boyantes, pues el mercado «libre» se inventó a partir de la codicia. No de virtudes humanas.
Así las cosas, la perversión llega al extremo de que, además de establecer y consagrar una economía de humo y especulación (que huele a delito), presionando hacia abajo el mercado consigue que la gente viva para trabajar (cuando puede) en lugar de trabajar para vivir. Y, a pequeña escala, el capitalismo invita y empuja a las partes bajas de la pirámide (clases asalariadas y medias sin patrimonio notable) a participar en el estéril festín del consumo incesante por el consumo.
Al final consumimos demasiado, dilapidamos, nos cargamos poco a poco el planeta, y muchos se preguntan ya, ahora que le vemos las orejas al lobo, si realmente alguien se cree que esto puede crecer hasta el infinito. Por otra parte, ese mito del mercado se formula siempre como libre, pero, como se pregunta el escritor Rafael Argullol: «¿Puede ser libre una sociedad en la que la codicia, la desmedida ambición y la mentira campan a sus anchas?» Por supuesto que no.
Y a todo esto, un informe reciente de la OCDE (la asociación de los 30 países más desarrollados del mundo) nos desvela que 1.800 millones de trabajadores del mundo (un 60% del total) no tienen contrato laboral alguno. Y en cuanto a disponer de protección social, los trabajadores de los países empobrecidos (oficialmente ‘en desarrollo’) van desde los que sólo son la mitad del total hasta los que apenas son la cuarta parte de todos.
¿Quieren recordar las cifras de la desigualdad y la insultante pobreza de este mundo? Apenas 130 millones de personas poseen el 90% de las riquezas del mundo, el resto a repartir entre más de 6.300 millones. Casi 450 millones de niños y niñas sufren desnutrición y en África subsahariana una persona de cada tres sufre hambre crónica. Un niño de cada cinco no tiene acceso a la educación primaria y cerca de novecientos millones de adultos son analfabetos, de los que dos tercios son mujeres. Diariamente mueren 30.000 niños menores de 5 años por enfermedades evitables. Más de 1.000 millones de personas no tienen acceso a agua potable y 2.400 millones de personas están privadas de instalaciones sanitarias satisfactorias.
¿Aún hay quien crea que la sociedad capitalista, la sociedad de mercado «libre», es el mejor sistema posible, consustancial con el progreso y el bienestar?
El domínico brasileño, teólogo de la liberación, Frei Betto, nos radiografía con lucidez esta sociedad de mercado: «Allí donde el mercado pone su mano deja marca. La mano puede ser invisible pero sus marcas no. Sobre todo cuando deja en el desamparo a millones de desempleados. La ‘mano invisible’ manipula descaradamente nuestra vida, privilegia a unos pocos y asfixia a la mayoría»
Y entonces ingenuos e inocentes decimos que este mundo está mal organizado, pero no es así. Como nos recuerda el analista Javier Ortiz, «el mundo está bien organizado, pero en beneficio de unos pocos».
Que la crisis nos sirva para empezar a cambiarlo todo.
Xavier Caño Tamayo
Periodista y escritor