Otro sepulcro blanqueado por el typpex en mi libreta de teléfonos, otro nicho abierto en la memoria… Decía Azorín que vivir es ver volver, y tenía razón, pero igual de cierto sería añadir que envejecer es ver como otros se van.
La muerte de José Antonio Muñoz Rojas desvía mi atención y mi intención. Ya no puedo aplicarlas a lo que hoy quería decir. Será dentro de un par de días.
Iba a dedicar al difunto los últimos minutos del tercer episodio de la Dragolandia televisiva, y va y se nos muere.
Había hablado con el Director General del Libro para que las instituciones rindieran a José Antonio el homenaje que se merece, y estaba eso, al parecer, en marcha, cuando va y se nos muere, mi querido Rogelio.
Alicia Mariño me había hecho llegar ya los poemas de José Antonio que los dos juntos queríamos leer a los acordes del piano y de los dedos prodigiosos de Mine Kawakami (que no es mi mujer, como tantos dicen), y va y se nos muere.
Tenía, él, noventa y nueve años, el nueve de octubre cumpliría cien… ¡Cuánto nueve, cuánta cábala, cuánta trinidad resuelta en lunas, en soles, en tilos, en las cosas del campo de su finca de Antequera!
¿Sabrá la gente quién es -quién era- este prócer, este grande de España, este poeta extraordinario y silencioso, este aristócrata del espíritu, este Fray Luis, este Horacio, este Virgilio, este Francisco de Aldana, este Arias Montano, este Antonio Machado, este escritor de vanguardia y retaguardia, este banquero sui géneris que en los años difíciles, desde el Urquijo, ayudó a Dámaso, a Aleixandre, a Jorge Guillén, a Dionisio, a sus coetáneos, a los más viejos y a los jovencitos que empezábamos a caminar por el sendero de las letras?
Pues sepan, los que no lo saben, que Muñoz Rojas ha sido, es y será no sólo uno de los mejores poetas españoles de un siglo, el vigésimo, en el que hubo muchos, sino un ejemplo de vida, de nobleza, de discreción y me atrevería a decir que, incluso, de santidad. Si yo fuera Papa de Roma, lo canonizaría.
Léanlo, y verán. Sus libros figuran en el catálogo de la editorial Pre-Textos, que es una de las mejores de España. A tal señor, tal honor.
En este país todo el mundo habla mal de todo el mundo. Sólo conozco dos excepciones, dos personas de las que hasta los malvados hablan bien: Muñoz Rojas y Luis Alberto de Cuenca.
En 1954, con el sello de Adonais, apareció un libro del hombre que acaba de morir. Su título era Cantos a Rosa. Yo publiqué una crítica de esa obra en la revista Aldebarán. Fue la primera vez que mi nombre apareció en letras de molde. Aún recuerdo poemas y versos sueltos de aquel libro, que dejó en mí una huella contra la que nada puede la segur del tiempo. «Verás, Rosa, que nunca dije nada / que rozara el amor, y sin embargo, / esto no expresa nada si no expresa, / Rosa, /que estoy calado hasta los huesos / en tu amor…».