Es bien sabido que el concepto de cultura en su acepción más popular, designa –según nuestro Diccionario de la Real Academia- al conjunto de manifestaciones en que se expresa la vida tradicional del pueblo. O la viva tradición de una ciudad, como es el caso de Zaragoza respecto a la celebración que nos mueve a comentario.
La fiesta de la Cincomarzada se viene celebrando en Zaragoza, de forma discontinua, desde 1839. El 5 de marzo de 1838, las tropas carlistas capitaneadas por Cabañero –luego hablaremos un poco de él- entraban en la ciudad, provocando una acción popular que desbarató planes bélicos de importancia gracias a los cuales, muy posiblemente, se hubiese podido cambiar el rumbo de la contienda. Estamos hablando, como explicaremos luego, de la primera guerra carlista, que tuvo lugar entre 1832 y 1839.
Decir que Juan Cabañero y Esponera, el comandante de las partidas carlistas, era un audaz hidalgo aragonés que se decidió a entrar en Zaragoza –se discute si por iniciativa propia o enviado por Cabrera, eso no está claro- para controlar una ciudad grande, puesto que los carlistas no dominaban en esos momentos sino zonas de la España rural.
La reacción popular de los zaragozanos ante el ataque del 5 de marzo del 38, se ha comparado en ocasiones con la producida treinta años antes, en 1808, frente al ejército invasor francés.
Sobre la lucha en Zaragoza en esa fecha habría que señalar, antes de nada, que los acontecimientos militares del 5 de marzo empezaron a gestarse tres días antes. Porque el 3 de marzo, Juan Cabañero salió de Gandesa (en Tarragona, cerca de Tortosa) con dos mil soldados de infantería y unos trescientos hombres a caballo. Pasaron por Belchite y acamparon a una legua de Zaragoza el día 4, en espera de que llegase la noche para entrar en acción.
A las tres de la madrugada, una de las partidas carlistas consiguió llegar por la muralla hasta la Puerta del Carmen. Ellos sabían que dentro de la ciudad tenían partidarios, sobre todo en la parroquia de la Magdalena, y éstos fueron quienes facilitaron la entrada del grueso de las tropas. El propio Cabañero se internó en la ciudad por San Pablo, mientras que sus soldados, divididos en secciones, avanzaban hacia la Magdalena y también en dirección a la Puerta de Santa Engracia.
Los cañones enclavados allí, en Santa Engracia, empezaron a disparar contra los carlistas. La población, alarmada, se echó enseguida a la calle con las armas y pertrechos que tenían más a mano.
Los combates fueron muy duros, especialmente en la Puerta de Santa Engracia, así como en el Mercado y en el Coso. Al cabo de las horas, los carlistas se vieron atrapados en el interior de la ciudad y se rindieron diversas partidas. Cabañero, al ver la mala evolución de los combates, optó por huir de la ciudad a todo galope por la puerta de Santa Engracia. Se le persiguió hasta los montes de Torrero, pero no se le pudo apresar y pernoctó esa noche –la del día 5 al 6- en María de Huerva.
Como ya hemos dicho antes, los sucesos del 5 de marzo de 1838 hay que encuadrarlos en el marco de la primera guerra carlista (1832-1839). Sin meternos de lleno en el asunto, sí conviene apuntar que este conflicto tiene su origen en la pugna entre liberales y absolutistas, aunque se halla encubierto, o enmascarado hasta cierto punto por un problema dinástico: el que, años antes de la muerte de Fernando VII, enfrenta abiertamente a los llamados cristinos –partidarios de María Cristina de Borbón, a la sazón esposa del rey- con los denominados carlistas –seguidores acérrimos del infante Carlos María Isidro, hermano del monarca.
Fernando VII y María Cristina, su cuarta y última esposa, no tuvieron descendencia masculina, y por esa causa se desencadenaron luchas interesadas entre facciones monárquicas enfrentadas entre sí.
Todo este proceso desembocó en el destierro a Portugal de Carlos, tras negarse éste a prestar juramento a Isabel como princesa de Asturias. Esto sucedió en junio de 1833, y en septiembre falleció el rey Fernando.
Por cierto que durante su mandato, como ya sabemos, se desencadenó en el país una notable persecución de liberales y francmasones, en especial en los primeros tiempos de la llamada década ominosa, que abarca los años comprendidos entre 1823 y 1833. Y aunque reconozco que sería éste un tema de gran interés para hablar de él –quizá lo hagamos en otro momento-, hoy no quiero alejarme de la fiesta del 5 de marzo, que es la que nos ha movido a realizar estos comentarios.
Después de aquellos episodios, se estuvo celebrando la fiesta de manera oficial durante algún tiempo, convocada por el mismo Ayuntamiento, pero con la llegada de los moderados al poder en 1843, se suspendió la festividad desde las instituciones. Aún así, los zaragozanos bajaron de manera más o menos espontánea hacia la arboleda de Macanaz a fin de celebrar juntos, a base de buen yantar y mejor vino, la fiesta en cuestión.
Durante el Bienio Progresista –entre 1854 y 1856- la jornada vuelve a ser celebrada oficialmente, y a partir del año 68, el día es declarado como fiesta cívica. En la Restauración se mantiene la festividad, y queda asentada como costumbre de la tradición popular zaragozana.
Así llegamos al 4 de marzo de 1937, en plena guerra civil. Ese día, el Ayuntamiento acuerda la supresión de la fiesta por motivos obvios, fiesta que no se recuperó ya hasta 1977.
Pero fue en 1981 cuando el Ayuntamiento dio un tirón de peñas y asociaciones de barrio para que apoyasen la celebración a su manera. Desde entonces, el Parque del Tío Jorge, en el barrio del Arrabal, ha sido escenario de una especial jornada de convivencia, en la que nunca faltan juegos populares y entretenimiento para todos, aunque sin que se ausente tampoco alguna que otra reivindicación social.
Los interesados en el tema pueden acudir a una obra ya clásica de mi amigo el profesor Eloy Fernández Clemente, titulada Estudios de Historia Contemporánea de Aragón, publicada en Zaragoza allá por 1978. Ignoro si está reeditada. Y para empaparse de Carlismo, recomendaría otro clásico: el de Román Oyarzun, titulado Historia del Carlismo, que sacó a la luz la editorial Maxtor en 2008.
Después de lo dicho, es evidente que la Cincomarzada de Zaragoza soporta una enorme tradición cultural a sus espaldas. Es la historia recreada en la vivencia del presente, al tiempo que un acto de confraternización ciudadana y de solidaridad de grupo. Disfrutemos, pues, de ella si podemos.