Cultura

Una niña con cáncer

Se llamaba Alba. Fue la niña que me educó durante cuatro años para convertirme en un médico. Cuando sólo tenía un año le descubrimos una masa en el abdomen que resultó ser un agresivo tumor infantil. La seguí durante el largo estudio, la encontré a los seis meses cuando recibía las últimas sesiones de quimioterapia, preparé el informe de alta tras el tratamiento un año después. Lloré con su madre cuando descubrimos la recaída en una revisión, y le cerré los ojos el día que murió. Tenía cinco años. Yo veintinueve.
Recuerdo sus ojos, llenos de la inocencia del que ignora que otras vidas de niño son posibles. Y también la mirada de su madre: un tormentoso huracán de anhelos y miedos que parecía beber nuestras palabras con sed infinita de esperanza y, a la vez, rechazarlas con el pavor del que teme la muerte.
Alba siempre sonreía. Lo hizo hasta el final. Y su sonrisa aún me reconforta antes de hablar con una nueva niña enferma, con una nueva madre.
Con ella aprendí lo que tenía que saber para tratar a un niño con cáncer. Que la asustaba que yo me asustara, y que lloraba si yo no sonreía, y que cuando lloraba le empeoraban los controles analíticos y todo iba peor. Recuerdo verla reír, calva, con el cuerpo plagado de hematomas porque se había quedado sin plaquetas tras el último ciclo de tratamiento, corriendo sobre su triciclo, a toda velocidad, esquivando a unos y a otros por el pasillo mientras la perseguía aquel payaso de hospital. Y que al día siguiente le subieron las plaquetas. No se me olvidará aquella analítica jamás.
Recuerdo a su madre, y su angustia. No comprendió (¿se puede comprender algo así?) que Alba no conocía la vida fuera del cáncer; que los proyectos rotos por los que sufría no eran los de su hija, sino los suyos propios; que Alba la quería allí, jugando, como aquel payaso que la hacía reír. Pero aun así jugaba y, aunque el payaso jugaba mejor, la niña también reía.
Recuerdo con dolor su peregrinar por sanguijuelas del dolor ajeno que viven de la esperanza del desgraciado y la beben hasta que sólo queda la cáscara de la desesperación. Y recuerdo su derrota, la que propiciaron aquellas personas, y que yo no supe evitar. Pero siempre la veré junto a Alba, intentando sonreír, hasta el último día, hasta el último suspiro. Recuerdo su mirada de amor infinito, y como la niña bebía aquel amor y revivía cuando estaba en sus peores momentos.
Recuerdo cómo se encendió en mí el odio hacia los charlatanes de remedios. Aquellos que con tres palabras esdrújulas y dos palabras compuestas que suenen a ciencia construyen un pseudo-discurso que alinea el dolor y los sueños del desesperado con su bolsillo.
Hábiles observadores, fundamentan su chiringuito en la moda cultural del momento, violando y retorciendo las fuentes de sabiduría de las que recogen algunos aforismos y verdades sacadas de contexto. La fitoterapia tradicional, la dieto terapia, la medicina tradicional china… saberes ancestrales de los que no hay mejor prueba de su efectividad que la supervivencia de nuestra especie, son deformados por estos ilusionistas para crear falsas esperanzas. Quien exprime a alguien desesperado en su propio beneficio no merece más que mi rechazo, y es difícil suavizar esta emoción. Es una forma de tortura psicológica: alimentar la esperanza que se sabe falsa.
El cáncer de Alba me legó una cicatriz que no pude ni quise curar. La influencia de su vida en la mía fue tal que su corta vida me dio más humanidad que mis por entonces casi treinta años. Años más tarde comprendí que el cáncer es tan común y tan importante a nivel mundial que es una prioridad en la investigación biomédica, y que desde la medicina siempre podría ofrecer nuevas esperanzas. El tratamiento de los pacientes con los que hoy se hacen las estadísticas fue mucho peor que el hoy podría haberles ofrecido, por lo que las posibilidades de supervivencia aumentan día a día. No obstante, es la primera causa de mortalidad en el mundo, responsable de un 13% de las muertes totales en 2008.
Alba me enseño lo terrible que es el cáncer. Pero también que existe algo fundamental que un paciente puede hacer para curarse de un cáncer, y que ha demostrado ser eficaz: QUERER CURARSE. La alegría, el buen humor durante los tratamientos, la esperanza, y el amor son tan eficaces como la quimioterapia o la cirugía. Somos dueños de nuestro destino, y somos capaces de luchar… y de vencer.

por Teodoro Martínez Arán
Médico, especialista en pediatría

Sobre el Autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.