…y para colmo asaltaron a bordo del último microbús que le faltaba para llegar. Subió un tipo escuálido y cacarañado en la esquina de Montevideo y Cien Metros, e, inmediatamente, amagó al chofer con una pistola tan pequeña que desafiaba su propia veracidad, le dijo que no se detuviera y que no quitara las manos del volante si no quería que le hiciera un puto tercer ojo. Ya fuera real o de juguete el arma, al ladrón le funcionó para su propósito, y consiguió extraer de Mabel -Maribel para los no amigos- la mitad de su raquítico salario, lo cual equivalía a tener que limpiar el cuarto de los patrones, inmenso y estéril igual que el miembro del señor, los 2 baños con jacuzzi y la sala de visitas. O podía canjearlo por lo que sobraba: el jardín, hogar de un perro cagón de ojos tristes y soñadores, los 2 medios baños, y las habitaciones del nene y la beba y el estudio.
600 pesos -sin contar los 50 de pasajes que volvería a gastar- de cuya pérdida tardaría meses en reponerse, y eso sacrificando los agradables gustitos que se daba, como salir a bailar algunas veces con Melanie y Sandra, las sirvientas de los vecinos, o irse a tomar un atole a la Alameda los sábados por la mañana. Mabel no podía dejar de lamentarse.
Ahora que le habían vaciado la otrora glamorosa bolsa Cartier de cuero rojo que le había heredado la jefa de familia, doña Susana, con motivo de su cumpleaños 25, tendría que regresar a casa de los Pereira para sacar otros 600 pesos del cajón y llevárselos a su madre, que era una vieja incapaz ya de sustentarse por sí misma y dependía totalmente de las migajas que Mabel le daba de sus propias migajas.
El camino de vuelta fue tedioso y terminó por ponerla de un humor de perros, tan propensa ella a la alegría, además, estaba reglando y a su pantalón se le formó una diminuta mancha a la que le dio una importancia atroz, a pesar de haber zanjado el asunto de inmediato amarrándose el suéter a la cintura. Pareció no advertir, por otro lado, la llovizna que empapaba el poliéster de su blusa color marrón, y se dejó mojar sin hacer gestos de desear cubrirse.
Los microbúses a esa hora iban repletos de gente, y con la lluvia la cosa empeoraba al grado de que Mabel vio correr 6 antes de poder poner la punta del zapato en el interior y agarrarse fuerte del pasamanos del último transporte que se permitiría dejar pasar, para cuando esto sucedió, sus esperanzas de llegar con su madre antes de las 7 de la tarde y vender algunos panques se habían ido. Fue una pérdida redonda, el robo, los pasajes, los panques. La ganancia por la venta de esos biscochos representaba el único ahorro que Mabel hacía cada semana. Ya podía irse despidiendo de los 100, 120, 150 pesos que ganaba en una noche.
Su rutina estaba marcada por un compás lento pero seguro que por 7 años, desde que su prima Manuela la metió a trabajar con los Pereira, le había funcionado bien. De lunes a viernes limpiaba de la alfombra el excremento que se les embarraba en las suelas a los patrones, y los sábados y domingos recorría las calles de su viejo barrio vendiendo empanadas. Cuando terminaba temprano y había ahorrado lo suficiente, llamaba a las muchachas para verse en algún lado e irse de jolgorio. No conocía un cine o un restaurante, pero, en cambio, sabía los nombres de todos los salones de baile que valían la pena en el DF, aunque realmente a la mayoría sólo los visitara una vez, oficialmente podía decirse que ya le había sacado brillo a sus pistas. Sin embargo, ansiaba conocer los que le faltaban, que eran muchos más que los que conocía, 7 años de ingresos bajos no alcanzaban para estar 100 por ciento actualizada en cuanto a vida nocturna.
Lo que sacudió la calma de Mabel no fue, no obstante su decepción, el hecho de que la asaltaran, eso ya había pasado antes y pasaría de nuevo, según sus estadísticas, al menos 3 veces más en el transcurso del año, sólo tenía que evitar contárselo a su madre porque se pondría colérica y ser más cuidadosa con el dinero, esconderlo en el seno o en las nalgas la próxima vez. Lo que la dejó fría desde las entrañas fue la noticia de que cerraban definitivamente el Tropicoso, el rey de los salones, por un asunto de lavado de dinero. Cuando vio la nota por la mañana en televisión sintió que las piernas se le vencían y la vista emitía chispazos, pero no con placer, como cuando solía magrearse con Chinto, la escoria de la manzana, en un lote baldío hacía una década. En aquella ocasión, al acariciar éste suavemente su clítoris con el dedo, Mabel emitió un gemido y cayó al suelo, pegajosa y frenética, mientras que en su segunda experiencia ni se mojó ni lo disfrutó, sino simplemente tuvo un ligero desmayo. Exageraba, lo sabía, pero no podía ni quería evitarlo, el Tropicoso era la Meca del buen salsero, y ella, por esto o por aquello, por una postergación tras otra de las que ahora se arrepentía, aun no lo conocía al momento de la impresionante primicia. No le quedaba la menor duda: ese triste acontecimiento marcó su sino para el resto del día, que se presentaba sucio, lluvioso, y con charcos de sangre muerta en el corazón.
Como no poseía un duplicado de llaves, al llegar a la mansión de los Pereira esperó ante el interfono de la entrada durante 20 minutos hasta que Esteban, el nene, le contestó por la bocina, Mabel reina, ¿eres tú?, ella alzó la cara hacia la cámara sonriendo y, en seguida, él abrió la puerta. Mabel sabía de antemano que el nene Esteban, un fornido adolescente de 19 años, estaría en la casa montando o siendo montado por su novio, aprovechando la ausencia de los padres y la frívola Anastasia, y vislumbró una posibilidad de recuperarse un poco financieramente chantajeando a los enamorados. No le gustaba hacerlo, pero cuando se le presentaba la oportunidad y necesitaba incrementar sus arcas -siempre necesitaba incrementar sus arcas- recurría a la intimidación para con Esteban. Luego de ir a su cuarto a cambiarse de ropa, se dirigió a la alcoba de Esteban y tocó a la puerta despacio, Esteban, ¿podemos hablar?, Espérame allí, ya salgo, y, un momento después, se asomó el chico con una sábana envuelta alrededor de la cintura, ventilando el aire con un billete de 50, dijo, Es lo único que tengo, tómalo o déjalo, gata. Tras arrancarle el mísero billete de los dedos, Mabel dio media vuelta y retomó su rumbo refunfuñando.
Hizo nuevamente el recorrido con el temor de que con esa mala suerte que la acechaba su madre pudiera haber enfermado, y entonces sí que se las verían negras. Y, al por fin llegar al nido materno a las 10 de la noche, se encontró con la buena nueva de que la plácida anciana había muerto víctima de un fuego cruzado entre la delincuencia gubernamental y la organizada. Dio un hondo suspiro y sus penas se desvanecieron, sus piernas se aligeraron, y, sobre todo, superó la pérdida del Tropicoso.