Bangkok, 27 de marzo
¿Es hoy 27 de marzo? No estoy seguro. Siempre he dicho que el viaje es la distancia más larga entre dos puntos y que el buen viajero carece de sentido de la orientación. Su máximo deber estriba en perderse. Hasta Colón se perdió creyendo que iba a Calcuta, y gracias a eso juegan los brasileños al fútbol, se atusa las barbas Fidel, perdió Hitler la guerra y llegó a emperador Obama.
Para perderse no basta con ignorar los usos geográficos, sino que también conviene trastocar los husos horarios. Ni latitud, ni longitud, ni almanaque, ni agujas del reloj. Así ando ahora, diez días después de haber salido de Vandalia.
De lo que, en cambio, sí que estoy seguro es de encontrarme en las antípodas de ésta. No hablo de geografía, sino de costumbres, carácter y estilo de vida. Donde allí hay mala educación, aquí la hay buena. Donde aquí sonríen, allí gruñen. Donde en Madrid o en cualquier otro punto de Vandalia cree el camarero que el cliente está a su servicio, en Bangkok o en cualquier otro punto de Indochina es el camarero quien cree estar al servicio del cliente.
Sigo con mi vademécum del viajero. Hablé el otro día de la importancia que tiene en las andanzas de éste el equipaje. Asunto zanjado.
El segundo capítulo de mi manual de instrucciones trata del vehículo escogido para huir de Vandalia. Depende, claro está, de a qué lejano punto del globo, poniendo tierra por medio, cuanta más, mejor, pretende llegar el que huye. En mi caso, aunque prefiera ir en coche, en ferrocarril, en velero de tres palos (y alguno que caiga en el catre del camarote) o a pie, no había más remedio que recurrir al avión.
Barcos quedan pocos, y de vela, menos. Llegar por tierra a Indochina, tal como solía yo hacerlo antes de que el mundo se volviera loco de atar, sería hoy por hoy imposible. Atravesar Afganistán lo es y no parece juicioso, suponiendo que la apuesta fuera viable, meterse sin llevar burka y sin la protección de Alá en ese hervidero de integrismo al rojo y de terrorismo indiscriminado -todos contra todos, sálvese quien pueda, más ropa que hay poca- en el que se ha convertido Paquistán.
Ni siquiera salvando ese obstáculo cabría llegar por tierra a Thailandia, pues no hay, de momento, ningún paso de frontera expedito entre la India y lo que dejó de ser Birmania para convertirse en Mianmar.
De modo que me resigno a viajar en avión, pero no, cuidadito con eso, en cualquier avión ni desde cualquier aeropuerto, porque los hay que parecen campos de exterminio de igual forma que hay líneas aéreas en las que las cosas se hacen como se hacían en los buques negreros.
En el tercer capítulo de mi vademécum hablaré de eso. Lo mismo, cualquier año de estos, llego por fin, en Dragolandia, a la estación de Bangkok.
No me metan prisa, qué diablos… Aquí nadie la tiene. Chi va piano, va lontano, y yo, lontano, desde luego, lo estoy.