Cuando llegaron al monasterio, ya bien entrada la noche, un monje salió a su encuentro y, después de saludarlos y de ayudarles a bajar sus alforjas, los condujo al interior para que se refrescaran y pudieran tomar tranquilos la cena que les había preparado.
A continuación, condujo las caballerías a las cuadras y les echó abundante pienso, después de haberlas llevado al abrevadero para que se regodeasen lamiendo una gran piedra de sal.
Cuando hubo terminado con las mulas, se cambió de túnica y acompañó a los huéspedes a sus aposentos, llevándoles unas jarritas de vino caliente especiado con canela.
Sergei estaba maravillado del silencio que reinaba, pero también se preguntaba cómo no habría salido el abad a recibir al Maestro, sabiendo que llegaría esa noche.
El Maestro que permanecía en silencio mientras saboreaba el rico vino le dijo a Sergei:
– ¿Por qué no disfrutas sin más de los bienes que nos han preparado los monjes?
– Bueno, Apacible señor, es que no siempre llega un Maestro a un monasterio.
– Escucha, Sergei. El venerable místico sufí, Jalal Ud Din Rumí, escribió en sus Rubayats, en los que ensalza la sabiduría, el amor y el buen vino “Una mano que está siempre abierta o siempre cerrada es una mano paralizada. Un pájaro que no puede abrir y cerrar sus alas, no podrá volar”.
– Maestro, no te comprendo.
– Vamos a descansar, liebre de las estepas.
A la mañana siguiente, cuando Ting Chang y Sergei se despertaron, se dirigieron a la sala de meditación en donde el Maestro estaba sentado en medio de un centenar de monjes. Al dirigirse ante el altar en dónde ardían las candelas y se quemaba el incienso, se inclinaron, ante la imagen de Buda y después ante la comunidad para hacerlo finalmente ante el Abad que les presidía revestido de sus ornamentos litúrgicos. Ting Chang casi no puedo reprimir una sonrisa mientras se postraba ante el humilde monje que les había recibido en la noche y que se había hecho cargo de las mulas.
J. C. Gª Fajardo