Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero. Vivo sin vivir en mí, y sufro por doquier al perecer en el intento de retener una rima consonante que no sé componer.
Vivo sin vivir en mí y me angustio al comprobar como el verano llega a su final y todos los turistas dejan de ser turistas y se convierten en curritos de toma coche y conduce, por el carril izquierdo, siempre por el carril izquierdo.
Vivo sin vivir en mí y tiemblo al ver pasar al jefe que gobierna mi tiempo porque la posesión laboral es tan efímera como la posesión sentimental, siempre pendiente de un hilo, del hilo subjetivo de la mente humana.
Vivo sin vivir en mí porque dudo ante el escaparate sin saber que coleccionable empezar, si fingir que me gusta esto o reconocer que me gusta aquello, ajeno a las conciencias extrañas de rictus enajenado.
Vivo sin vivir en mí expectante ante el inminente lanzamiento de mi primer libro, bañado de gotas de sudor intelectual y pedantería adolescente incapaz de enervar las entrañas.
Vivo sin vivir en mí y rebusco en mi alma para encontrar el ánimo que perdí en las aguas del deseo frustrado por la voluntad terrenal del destierro del paraíso de los afortunados.
Vivo sin vivir en mí y ya perdí la rima de nuevo, porque los poetas son poetas por dejar de ser ascetas y firmar sus estrofas con rimas solidarias, pero el resto no somos más que aspirantes a algo que desconocemos y soñamos, que vivimos y morimos.
Vivo sin vivir en mí y termino por no aburrir, por vergÁ¼enza ajena, que no propia, por anhelo desvencijado en los vientos huídos de cierta caja de Pandora de origen incierto.