Acabo de llegar de la Cabalgata de Reyes de mi ciudad, seguro que también tienes una en la tuya, y vengo con un frío que no te quiero ni contar, cosas de vivir en la Meseta castellana, supongo, aunque también con una sonrisa inocente al comprobar el entusiasmo con el que los niños que me he ido encontrando por el camino recibían la llegada de sus majestades, los Reyes Magos.
Y entonces me ha dado por volver a creer en la esencia humana, por darme cuenta de que no salimos corrompidos, sino que es la propia vida la que nos corrompe, el devenir de nuestras acciones el que provoca nuestras idas y venidas morales, nuestros miedos y complejos, nuestros amores y nuestros odios.
La inocencia de la infancia no hace más que recordarnos la verdad de la vida y la moralidad de estas fiestas, que sí, que sí, que parece que la tienen, y nada tiene que ver con el consumo desaforado o con que todos nos regalemos miles de cosas (por cierto, aviso a familiares y amigos, ¡qué no esperen nada mío que no les he comprado nada!), pero sí con la ilusión de unos niños a los que poco les importa, seamos sinceros, los regalos que reciben (al menos mientras siguen con la magia de los Reyes Magos), porque lo que ellos adoran es la ilusión del momento.
El poder gritar a los cuatro vientos ¡Melchor!, y luego ¡Gaspar!, para terminar voz en grito ¡Baltasar!, poniendo el alma en cada grito, en cada cuerda vocal destrozada con la ilusión de recibir una mirada, un saludo y, tal vez, sólo tal vez, un caramelo. Una ilusión pura y sana, que luego los adultos nos empeñamos en corromper a base de regalos caros (cuanto más caros más queremos a los niños, tremenda falacia consumista).
¡Dejemos que vuele la ilusión!
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