La Pesetera sale puntual, como siempre, de la parada de Palomeras. No está muy llena, apenas unos veinte asientos de sus cincuenta plazas, se nota que es fin de semana, que la gente no trabaja, que se quedan en casa jugando con sus hijos, soportando a sus suegras y haciendo vida familiar.
Corro tras ella, el conductor me ve y se detiene, me reprende al subir y se pone de nuevo en marcha farfullando algo ininteligible, me siento junto a una anciana que me mira de arriba a abajo, normal, mi traje de los domingos está reluciente, voy a ver a mi novia, y la tengo que impresionar.
Madrid está precioso en esta época. El sol luce en todo su esplendor y los árboles comienzan a regalar su floración a los amantes de la naturaleza, a los amantes en general, y los madrileños pasean indiferentes a sus problemas diarios, al racionamiento en las comidas, a la represión de los grises.
Corre el año 1959 y todavía se ven las calles desde el cielo de Madrid, todavía se ven espacios vacíos, apenas hay vehículos contaminando el ambiente, sólo hay gente, yendo de aquí para allá, sin rumbo fijo, o con destino marcado, no importa, gente que se abre a la primavera y que quiere disfrutar la vida en la Capital.
Es domingo por la tarde, tiempo de paseo, de novios y familias, tiempo de relajo, de cacos y policías, tiempo de negocio, de comerciantes ambulantes, y yo en la Pesetera camino de Vallecas a ver a Elsa, mi novia, mi futura esposa, la futura madre de mis hijos, porque somos novios, de los de antes, de los de siempre, de los de paseos cogidos de la mano y de los de beso en la mejilla al despedirnos, son los tiempos.
Entonces, me despierto, sigue siendo domingo, pero ya no es por la tarde, son las 9 de la mañana y me ha despertado el ensordecedor ruído del motor de un coche, abro la cortina, subo la persiana y me choco de bruces con el rascacielos que está frente a mi casa y que me tapa el sol, ya no es 1959, es 2009.
