El arte de la omisión (Louis-Ferdinand Céline, Viaje al fin de la noche, Edhasa, 2007)
Periplo anecdótico: entre la primera guerra mundial y el África (descaro el colonialista, deshumanizador. Términos impropios en boca de los personajes, tipo “cerdo”, le guiñan un ojillo coquetón a Treblinka, y en parte otro tanto al Heart of Darkness de Conrad. Cobardía humana, hasta ahí eurocentrista, a encarar sus propias felonías). El estelar, Bardamu, emerge lucido cual galeota, lumpen en EU, y de regreso a Francia como histrión de un cabaret venido a menos, e incluso hace de carnicero de la psiquiatría –la antípoda nuestra guarecida al fondo de la inteligencia.
Pero el “viaje” en sí yace en la reflexión, en una visión del miedo y la no coartada ante la muerte: remoquete bizantino a la condición de lo hombre (no cotejable a unas mentes caducas, las que le demonizaron por “colabo” y deslenguado antisemita; sin comprender que el telos semántico estriba ya en aventurarse, a lo que fuere). De esbozar so leviatán (este maese, quiero decir) no agotaríamos; conque habría que apiadarse de equis rasgos, dejar de lado su revolución contra el lenguaje y la logía por ej.
La prerrogativa del sufrimiento, quizás su única, radica en su entrañar el cayo con que lijar más sufrimientos. Y de ahí alza Louis-F. su oriflama ante la cobardía y la crueldad; que tienen sus reveses. Mistifica así, por caso, sobre la paz como medicamentosa, mas alaba sólo a los “bravos” y a la temeridad.
Dicta Voyage la realidad de un mundo más purulento que trágico, y grotesco a más y mejor en lo que cabe de su comicidad y crudeza: «Regresar a la noche era mi gran preferencia» (p. 148), esto es, lo incluido bajo “humanidad” poco puede ofrecer a la conciencia trasterrada, quizás Eros (Bataille), Tánatos (Dr. Fraude). Lolas, Princhards, Mollies, Robinsones, Parapines, etc., le inundan la memoria, zozobras lumínicas son, chispazos. Vivos y muertos comulgan, artero Céline observa, de la misma confusión de pesadilla y vigilia: inmodestia, absceso de la razón; no valdría la pena despertar de su letargo a ninguno de los bandos. En su lenguaje se habla de porvenir a falta de pudor, cordura o de buen gusto, lo mismo que del recuerdo carcinomático, desquiciante en su asco de estrago. Tampoco la guerra, y vaya que él con su rabia se codeó, podría liberar nuestras más bajas pasiones enquistadas, si bien posee efectos correlativos en la gente, análogos a lo que el fuego a la bestia.
Para poder subsistir en los momentos decisivos y a placer perecer, hacen falta las circunstancias propicias y redimirse del terror castrador inculcado desde el hogar y la nación (y eso cuesta porque su tiranía deriva anterior a la adquisición del habla y la conciencia). Algo puede esperarse reclamar: la ‘descolonización mental’ (E. Dussel).
Recupera el francés de los griegos el carácter precario e insalvable del destino, sumándole la futilidad de los actos y la angustia y la sordidez espesas como las sombras. ¿Y adónde ir?, cuestiona, para concluir que no hay escapatoria. Mas dado que el hombre es, de común, lo suficientemente cobarde como para adscribirse al suicidio, se ve obligado con más ahínco a convertirse a los misterios délficos: autognosis.
Llega un punto, tras recorrer el mundo, en que la fatiga triunfa y la monserga colectiva –compadecerse de los otros– se agota. Y así reaccionamos en últimas; pedimos socorro y obvio que la indolencia no se hace esperar bajo su forma silenciosa. Es de llamar la atención: la tanda humana jamás ha de habituarse a las tinieblas. Por lo demás, los otros –tanto como los unos– convulsos por el ajetreo que les solapa: la vida, se entregan furiosos a la enajenante bagatela de Narciso sobre su charca fungosa, sin opción a dimitir (Insania es Vanidad). Nada significa en ellos la insipidez de sí, vocea el ave del paraíso durante sus 600 páginas. Nadie aprendió a escuchar, aunque tampoco se gana. Y aquí se denuda en sí la traición mercantilista, el gran oprobio de la farsa comercial.
Es el suyo un inconsciente tuteando a la inconciencia genérica y a la inutilidad de la conciencia, deplorándolas. Cómodo tildarlo a la 1ª de nihilista, demoraría otro tanto en cambio (de blandir la espada damocleana sobre nuestras uniformidades) para acceder a una sobria relectura de los días. Este Céline sí que se dominaba la aposiopesis, cuántas antítesis no se la exudaban. Ubicación moral del Yo es la premisa del autor, apercibirse tras el exabrupto del pulpejo propio: distrofia en ciernes de la que no resta sino huir. Y qué mejor que la noche (preterición de la conciencia por antonomasia) para asumir tan ardua empresa.
Por donde se le analice, vigente permanece su colérica sentencia: incuria la materna al dar a luz entre las sombras; y, ay de quien, ya en éstas, no desparrame sus carnes contra algún muro fugaz, no las sazone.