Alejados del tiempo pretérito, hoy hay escritores noveles que viven con la esperanza de ser un día buenos poetas o escritores de talla. Creen estar en posesión de ese bendito don caído del cielo. Por Dios, solo porque han escrito un par de cosas de más o menos calidad se consideran todo un Kafka, una Emily Dickinson, o hasta un Flaubert, por nombrar a una poeta y dos narradores de talla.
Cuando rumian esa dulce e imaginaria creencia, se alzan como un ciprés cuando por fin publican un relato o un poema en una revista, o bien alcanzan “la gloria” al obtener un premio literario de más o menos dotación… Aquellos que se encumbran por el solo hecho de pensar que con echarle un poco de coraje y algo de tiempo e imaginación pueden escribir algo semejante a Cien años de soledad… es que, clara, rotunda y llanamente, no están en sus cabales. Y si juzgo así a otros es porque yo ya me he juzgado a mí mismo. Yo también tuve el pretendido deseo y presumible afán de alcanzar algún día la gloria. Y al final uno se queda donde le corresponde.
Porque es cierto que la ilusión es un dulce manjar inmaterial que da golpes de felicidad: estimulante y necesaria, dulce droga que activa la neurona de la creación. Y menos mal, porque si falta la bendita ilusión nada hay ya detrás que ampare, que empuje con fuerza el difícil camino de la creatividad. Aunque también es bien cierto que el alto exceso de ilusión puede romper lo que casi nunca es verdad: que uno haya nacido con el don de ser un gran escritor, del mismo modo que se nace con el pelo negro o con el pelo rubio. Yo no lo creo así. Soy un teórico convencido de que se puede nacer con ciertas aptitudes para escribir, pero si tales aptitudes no se perfeccionan, no se trabajan, y, sobre todo, no se lee…, el recorrido es corto cuando no esto no se practica lo suficiente. Hay que leer, leer… Corregir. Y algo más: que todo aquello que no sirva debe ir directamente a la papelera. Porque si no se hace ni lo uno ni lo otro, que se quiten esa máscara ilusoria y se dediquen a otra cosa.
Para ilustra lo dicho, he extraído de un reciente artículo, publicado por nuestro flamante Premio Príncipe de Asturias, hace referencia precisamente a este punto extenuante: admirado por el autor de Madame Bovary:
“Pero cada día, después del trabajo “deliciosamente atroz”, a las dos o a las tres de la madrugada, después de pegarse diez horas midiendo milimétricamente cada palabra, Flaubert, con una fortaleza física e intelectual inexplicables, en un estado de estimulación que hace imposible el sueño, Flaubert se pone a escribirle a un amigo o a su amante de París”.
Es cierto que el famoso escritor era de una autexigencia desmesurada, muy por encima de la mayoría de los escritores de su tiempo. Aunque es también verdad que escritores que se asemejen, en tan alto grado de limpieza y precisión al escritor francés, no es tamoco muy común.
Del blanco pasamos al negro. Pues del mismo modo existen casos de autores lentos, no porque solo se entreguen a dar brillo a la sintaxis, sino por otras variadas causas.
Tomemos como ejemplo a la escritora Louise Erdrich (Minesota,1954), quien confiesa haber tardado en acabar un libro el espacio de cuatro años. Claro que al mismo tiempo trabajaba simultáneamente en otros originales. O que a veces incluye material que ha tenido escrito durante 20 años. “Tengo relatos de hace décadas –confiesa al entrevistador de El País- en los que aún estoy trabajando, tratando de que funcionen”.
Hay de todo. Lo que obedece a distintas razones, algunas de las cuales no necesitan explicación. Porque hay quien se toma la literatura con mucha paciencia y quien es un verdadero terremoto escribiendo. Así, de Manuel Vázquez Montalbán comentaba su gran amiga Maruja Torres que aquel hombre era un verdadero vendaval cuando se colocaba frente a una máquina de escribir y comenzaba a teclear: pensamiento y mecánica iban a una velocidad pavorosa; y -el colmo- casi siempre sacaba sus artículos de un tirón. En cambio otros que han escrito una sola obra y un manojo de cuentos, como es el caso del mexicano Juan Rulfo, es conocido y reconocido internacionalmente. O quien ha publicado más de mil libros –Ruoki Inoue-, brasileño, de origen japonés. Y ya veis. O Stephen King, que saca dos o tres libros por año. Caso triste y curioso el de John Kennedy Toole, quien fue incapaz de encontrar editorial para la publicación nada menos que para su libro La conjura de los necios y acabó, con 31 años, quitándose la vida. Claro que a título póstumo le dieron el premio Pulitzer. Y la novela se vendió como rosquillas , del mismo modo que se hizo de ella una admirable película.
Temas admirables. Personas sorprendentes. Hechos gloriosos… que vivimos y sentimos todos. O casi todos.
Como la vida misma.