No, no es la de Mao Tse Tung ni la que yo emprendí al día siguiente de dejar Diario de la Noche. Es otra: la que conduce a algunos, como dijese Groucho Marx, desde la nada hasta la más absoluta miseria.
La mía, por cierto, me ha llevado en dos meses a Senegal y Mali (veinte días), a Sevilla (diez), a Barcelona (cinco), a Nimes (otros cinco) y a Estados Unidos (tres semanas). No paro y no pienso parar.
Sigo ahora en la América que fue española, pero el sábado estaré de nuevo en la España que poco a poco ha ido dejando de serlo. ¿Partir es morir un poco? No. Volver, mejor (o peor), es morir un mucho. ¡Y este placer de alejarse!, decía don Antonio Machado. Tres motivos me obligan al regreso. La Feria del Libro de Madrid, Las noches blancas y la reaparición de José Tomás en Las Ventas. Daré luego un par de conferencias y volveré a ausentarme. He tenido que posponer por razones ajenas y de fuerza mayor lo de la India, pero ya tengo el Hummer. Me lo presta, sine die, un lector, un espontáneo, un amigo. Por tal lo tengo, aunque todavía, de visu, no nos conozcamos. Mi gratitud a su generosidad es infinita. El 19 de junio estaré en Marrakech —otra conferencia— y luego, hasta el otoño, me enclaustraré para escribir en un lugar de cuyo nombre no voy a acordarme.
¿Escribir? Con miras a ello, por si se me pega algo, he visitado aquí, en California, durante los tres últimos días, varias casas de escritores que fueron para mí, en los años de aprendizaje, importantísimos. Dos de ellos lo siguen siendo. En Monterrey, que es un paraíso, está el hotel donde Stevenson escribió buena parte de La isla del tesoro. No tenía entonces un centavo. Le costaba la habitación, según la Lonely Planet, dos dólares al mes. Excesivamente barato, incluso para la época, parece eso. En Big Sur —otro paraíso, aunque de distinta índole— está la casa en la que Henry Miller, aquel coloso de Marusi, de los Trópicos y de los días tranquilos en Clichy, pasó sus últimos años. Fue su cementerio de elefantes. Á‰l, inmenso, lo era. El lugar es imponente, arrebatador, avasallador. Raya a la altura de sus mejores libros. En Salinas está la casa de Steinbeck, pero ahora hay en ella un café. Sic transit. Allí nació y allí transcurrió su infancia, su adolescencia y el punto de arranque de su juventud. Luego alzó el vuelo y desgranó las uvas de la ira, devoró Tortilla Flat y emprendió otras mil batallas inciertas que lo condujeron de la revolución a la reacción. Ley de vida. Lo mismo le sucedió a Dos Passos. Henry Miller y Stevenson, sabios de por sí, se mantuvieron siempre al margen de la política. Hemingway, en cambio, mordió ese anzuelo, y lo pagó caro.
¿Se ha escrito alguna vez un libro más perfecto que La isla del tesoro? Pienso en él, y en todos los maestros citados, como ejercicio espiritual previo a la dura Feria que me espera en el Retiro. Ellos nunca tuvieron necesitad de firmar sus obras. La literatura, en sus respectivas épocas, aún no era, o no lo era del todo, industria, marketing, promoción y negocio. En España, al menos.
Iba a llegar ahora, tan tardía y a destiempo como la historia del criado portugués en la Cena jocosa de Baltasar del Alcázar, lo de la Larga Marcha, pero se me ha ido la pluma. California da para mucho y aún me queda, ya in extremis, un buen trecho de ella por recorrer. Quédese lo anunciado para el próximo día, si lo hay. El Maligno no descansa y la muerte anda siempre al acecho.