El hombre que iba al frente
El 28 de octubre de 1963, Ernesto Che Guevara le contestaba a Pablo Díaz González, quien había escrito un artículo apologético sobre el propio Guevara: “debo agradecerte lo bien que me tratas; demasiado bien creo. Me parece, además, que tú también te tratas bastante bien”. La sorna rioplatense y, a la vez, la frontalidad —chocante y poco diplomática, según recordó Jorge Edwards en una reunión de embajadores en La Habana— no se detiene ahí: “La primera cosa que debe hacer un revolucionario que escribe historia es ceñirse a la verdad como un dedo en un guante. Tú lo hiciste, pero el guante era de boxeo y así no se vale. Mi consejo: relee el artículo, quítale todo lo que tú sepas que no es verdad y ten cuidado con todo lo que no te conste que sea verdad”. Significativamente, el 26 de febrero de 1964, en el Año de la Economía, en otra carta a José Madero Mestre el mismo Guevara responde: “Solo una afirmación para que piense: Anteponer la ineficiencia capitalista con la eficiencia socialista en el manejo de la fábrica es confundir deseo con realidad. Es en la distribución donde el socialismo alcanza ventajas indudables”. Más adelante: “Desgraciadamente, a los ojos de la mayoría de nuestro pueblo, y a los míos propios, llega más la apologética de un sistema que el análisis científico de él. Esto no nos ayuda en el trabajo de esclarecimiento y todo nuestro esfuerzo está destinado a invitar a pensar…”
Pobres hombres negros
Sobre Haití se ha escrito mucho y me temo que en esto se tiende a copiar a los maestros que siempre han estado alerta, dirigido sus bisturís firmes hacia los tumores de la historia.
Noam Chomsky es uno de esos ejemplos. En su reciente conferencia en Princeton University, con su voz ronca de Boston, descabezó cada uno de los correctos títeres de la derecha norteamericana en particular y del discurso hegemónico en general.
Esa conferencia es la base o parte de un libro próximo. Al pasar por la inevitable comparación de los recientes terremotos de Haití y Chile desnudará la larga historia de opresiones y humillaciones del pueblo haitiano. Finalmente, terminará ese capítulo con la siguiente idea: la catástrofe que ahora presenciamos en Haití es consecuencia de nuestros actos “pero sin memoria histórica y sin llegar a reconocer hasta dónde puede llevar a gente honesta a hacer lo que hace por nuestra intervención”. (“The catastrophe we are now witnessing, but without historical memory, or recognition of what our role in the catastrophe would lead decent people to do.” No puedo mencionar página ni sitio web porque este extenso texto no ha sido publicado aun. Apenas puedo citar el original, que el autor tuvo la amabilidad de enviármelo con algunos cambios, días después de su conferencia).
Sus apreciaciones son por lo menos irrefutables. Sin embargo, aun así falta algo: falta el paso que separa la culpa ajena de la responsabilidad propia, la conciencia de la opresión de la verdadera liberación. Aquí “our role in the catastrophe would lead decent people to do” mantiene al sujeto colonizado en estado de objeto, de nativo inocente.
Y así el todo vuelve a comenzar desde el principio.
Como en el psicoanálisis, la critica al opresor con demasiada frecuencia explica y alivia, pero no cura. A la toma de conciencia debe seguir la toma de acción. Y a ésta, quizás la más difícil, quizás la más valiente: la toma de responsabilidad.
El arte de beber el llanto propio
Lo peor que le puede ocurrir a un pueblo es ser oprimido por otro pueblo. Porque la opresión de un pueblo puede incluir la violencia física pero por regla general sus fundamentos y permanencia están en la violencia moral, en la humillación del oprimido primero y en su autohumillación después.
Lo segundo peor que le puede ocurrir a un pueblo es perpetuar esa relación que lo une con su colonizador bajo los residuos de la queja y de la autocompasión, aun cuando el invasor se ha llevado las armas y ya no hay muros que rodeen a las victimas.
Con la autocompasión el esclavo se hace tirano de si mismo, descargando de sus hombros toda responsabilidad por sus fracasos para recoger los escombros que ha dejado el invasor.
Con la queja sin fin el esclavo reconstruye cada día el perverso cordón umbilical que lo une con su opresor o con su larga sombra.
Porque no hay opresor sin oprimido y mientras el oprimido tenga un mínimo de libertad tendrá un máximo de responsabilidad por su doloroso destino. Solo los niños están exentos de esta responsabilidad. En un pueblo, la inocencia no es una virtud; es un crimen contra la humanidad.
La historia registra casos heroicos de pueblos que se han resistido al opresor con uñas y dientes. Registra también otros casos para los cuales todavía no se han encontrado adjetivos que preserven algo de su dignidad.
En ocasiones, para oprimir a un pueblo se necesitan abrumadores ejércitos y muros inhumanos. En otros, basta con la colaboración de un pueblo para oprimirlo.
Por alguna razón, históricamente ésta ha sido una de las colaboraciones más fáciles de obtener, llegando en casos a contratos implícitos que duran siglos.
La colaboración de algunos pueblos suele ser tan generosa que ni siquiera se conforman con servir a un imperio. Cuando ese imperio se derrumba o se va en busca de nuevas aventuras, el oprimido busca desesperadamente otro a quien subyugarse. Y luego otro. No tarda demasiado en encontrarlo, adentro o afuera de su casa, porque el colonialismo es una peste que provoca una sed insaciable y agudiza el olfato.
Y así suele ir, pobre pueblo, quejándose de su suerte, bebiendo su propio llanto y recibiendo la eterna condolencia de sus defensores.
El opresor adentro
La historia está ahí para ser recordada, analizada y revisada sin tregua, sin verdades oficiales, sin miedos, sin los confortables límites de la corrección política. La historia está ahí para enseñar, para servir como espejo, como herramienta de progreso y de liberación. La historia no está ahí para servir como excusa, para justificar nuestros fracasos.
¿Qué otra cosa procura la queja sistemática sino la complaciente victimización de la victima, la perpetuidad del circulo de opresiones, el lazo emocional que une a dos divorciados a través del malestar y a veces del odio que persiste en cada uno de ellos, el trauma que une un recuerdo reprimido y una fobia o una manía?
Si la libertad es siempre una utopia, la liberación de un opresor o de una opresión concreta o ficticia es siempre algo concreto y posible. Pero todo oprimido en primer lugar es oprimido porque lleva al opresor dentro de su naturaleza violada. Y ese es el mayor obstáculo de cualquier liberación.
Un día el oprimido puede matar al opresor. Pero el oprimido nunca será libre hasta que no expulse al opresor que lleva dentro. Y para ello necesita una fuerte introspección, una fuerte autocrítica, una fuerte toma de responsabilidad por los triunfos y por los fracasos propios en esa lucha por la liberación, por una verdadera y completa liberación.
Pero la verdadera crítica, la crítica más radical en los grupos inmaduros siempre se tomara como una traición, como un peligroso desafío al dogma, como una grieta en la presa que amenaza con arrasar la ciudad.
La eterna excusa consiste en que en medio de la batalla lo único que importa es el objetivo, ganar, vencer. Lo cual sería lógico si esta batalla tuviese un término definido. Pero la historia muestra que en la lucha ideológica van pasando las generaciones.
Al comienzo, el soldado hace la guerra; al final, la guerra hace al soldado.
Y en lugar de un Hombre Nuevo al final tenemos al mismo soldado, al Hombre Antiguo. Tal vez un soldado vencedor, tal vez un soldado verdaderamente heroico. Pero un soldado al fin, un hombre que si no ha quedado sordo luego de sobrevivir a las explosiones de la guerra será aturdido por todos los honores que otorgan las ideas vencedoras para protegerse de las nuevas ideas por venir.
De modo que con el tiempo ya no se puede distinguir un soldado de este lado de un soldado del otro a no ser por el color de su piel o el color de su bandera. Y cuando el soldado vencedor se pone a construir la nueva sociedad, lo que hace es repetir lo mismo que algún día combatió. Sobre todo cuando algún compañero estima la crítica radical como el verdadero motor y guardián de cualquier progreso moral.
Entonces la critica, que era tan buena cuando iba dirigida al adversario, se convierte en una traición dirigida al hermano, al compañero de tantas horas.
Solo esto debería ser prueba suficiente de que el círculo de opresiones no ha sido destruido sino, por el contrario, ha sido trágicamente renovado.