Cultura

Plática de vecinas: Perdóname, consciencia

Durante un tiempo alquilé en un vecindario un apartamento. Por desgracia, el mío en el tercer piso no estaría listo sino en par de meses y me anticiparon, por la urgencia que tuve de una habitación, uno que nadie quiso. Da a la calle, en el primer nivel y a un punto de reunión que en que hubo una parada de autobuses de la que queda una banca desvencijada; pero siempre la costumbre de tres o cuatro vecinas que llevan y traen sus hijos de la escuela. Hay sólo una ventana, sin balcón, que mi privacía separa del punto de sus convocatorias; pero, dentro de la casa, se oye todo. Entre 2:30 pm. y 3:30 de la tarde es la hora más terrible.

Si me asomo a la ventana veré a las tres vecinas. En conjunto, llevan y traen seis o siete niñajos por lo menos. La mayoría niñas, inquietas, expresivas, lindas como son todos los niños prepubertarios, alumnos de la escuela primaria. No es que yo quiera oír ni ver lo que ocurre en ese punto; pero la curiosidad mata, cuando gritan los niños, o lloran demasiado. O las voces de las madres se exaltan al contar confidencias. El punto se depura con afinidades afectivas; pero la rutina de su plática sigue, se perpetúa y siempre chismorrean acerca de lo mismo.

Hay una vecina, la más gorda, perdóname, consciencia, que la juzque, que ha de ser, más que madre, una soberana puta. Se atreve a lactar a un bebé, con franco desparpajo ante los niños, sus vecinas y todo el que pasa por la calle. He visto cómo descota su blusa y saca un enorme pecho. Más que un deber parece un acto de exhibicionismo. Ha de querer vivir con la teta fuera por cualquier motivo. Sin embargo, ella dice que lactar en público no es ilícito. Una de las vecinas le dijo, cuando a punto de transitar frente a ellas, adelantaban sus pasos unos hombres por su lado: «Cúbrete, mujer», y ella se enojó. «Es un derecho de madre» y, después habló sobre cómo largó a su ex-marido, no el que tiene ahora, padre de su bebé lactado, sino al que llamara el ‘americano’, padre de una hermosa chiquilla que lleva y trae de la primaria.

«El me dio la residencia y quiere a mi hijita para que viva con él; pero con toda y su ciudadanía, mi hija es mía y yo la educo a mi modo». Perdóname, consciencia, que juzgo a esta vieja de casi 300 libras, pero, si yo fuera su esposo, también se la quitaría. Es una vecindona, gritona, guandaja, y lleva 4 maridos, en menos de diez años que vive en el país. De cada uno tiene un crío. La hembrita que lleva y trae de la escuela es una preciosidad; el varoncito es malencarado, nervioso y siempre hostiliza a la hermanita. Le levanta la falda azul de la escuela en aras de pellizcar la tela de sus bragas. Tiene a la hija del gringo siempre gimoteando y aterrada. Y es una niñita preciosa, blanca. Trasunta a los siete años de edad que ha de ser una hembrota según crezca y el medio-hermano, de 9, obeso y de piel oscurona, la trata como si fuera una extraña, o se lo comiera la envidia, porque ella es espigada, espléndida en hermosura, casi
angelical.

Tampoco él respeta a su madre. «Este mayate es incorregible», le dice a las vecinas; «por eso yo lo dejo y espero que con la edad se arregle». El muchacito es el ‘bully’ más conocido de la escuela. Lo supe porque la vecina se peló, a puro insulto, con otra madre que ya no viene al punto caliente frente a casa. Cambió su niña de escuela, antes dijo: «Y tú, vieja puta, corrige a ese mandulete, porque si de 9 años es como es, cuando tenga la edad de la punzada, será un criminal sexual y un delincuente».

Otra de las vecinas es una flaca, de brazos tatuados, y le gusta que le vean los tatuajes; los niños le hacen rueda, curioseantes, de sus hombros y examinan lo que ella expone con sus blusas sin mangas. Ella, con un riserío por verse examinada, aprovecha y se levanta la parte trasera de la blusa. Antes ví que sus jeans están cortados a media nalga. Tiene tatuajes a la altura del culo. Y las niñitas, más inocentes, se tapan los ojos cuando ella se da por tarea exhibir las modernidades de la cultura americana. Está orgullosa de un niño que la acompaña. Le nació gÁ¼erito, con los ojos azules, y parece apocado, tímido a morir, vulnerable. Se aferra a ella, escondiéndose, mientras otras niñas retozan, juegan, brincan llenas de energía, en la dulce inocencia de sus edades.

«Yo no quiero que este nene sea así. Está pendejo y muino».

«Lo importante es que sea inteligente», dice la tercera vecina. «Con la edad se corrigen». Esta es la que parece más centrada. Es la más pobre, no vive de la Beneficencia y, sin embargo, es la más sensata. «Yo les dedico tiempo a mis nenes para que hagan sus tareas y yo limpio oficinas, de diez de la noche a las 4:00 de la mañana, y mi marido trabaja desde las 5:00 que yo llego a las 7:00 de la noche, cuando regresa a casa… pero mire a esos niño míos tienen más energía que la pila del conejito y ellos saben que, ahora cuando lleguemos, es a bañarse, a comer y hacer tarea. Ver la tele, los fines de semana, si se portan bien. Hay que hacer méritos. Esa es la ley de mi casa».

La nena del gabacho, la hostigada, mira las telenovelas, tiene una voz muy dulce. Perdóname, consciencia, siempre medioabro la cortina para asegurarme que es ella la que habla, con un inglés perfecto, aunque luego da una versión, accidentada y chapucera en español sobre lo que dijo, porque la madre la obliga, «a que conserve el español», que lo mamó de la teta. La pone a que vea telenovelas y ahí están los detalles de recuento: «Las tontas no van al Cielo», dice la madre. Y la niña (aunque no entiende mucho del español que oye de las telenovelas) dice que está enamorada, del galán-licenciaducho, «de mustacho» que pretende a la heroína en «Hasta que la muerte nos separe». «Es que se parece a papá»; y la madre la interrumpe, «es verdad que tu padre-gringo es guapo, muy caritas; pero es, tras corrupto como en la telenovela, una mierda en la cama».

Perdóname, consciencia. Ella no debe hablar así delante de su hija. Veo a la niña que se va hasta una esquina. Llora detrás de un poste. Veo el hermano, obeso y majadero, que se avalanza ahora que está repentinamente triste y herida por las cosas que le dice su madre, dizque a hacerle cosquillas. La jalonea del pelo, le manosea los glúteos por encima de la falda. Perdóname, consciencia. Yo nada tengo que ver con nada de ésto; pero saldría por la puerta de entrada, bajaría a la calle, con una correa en la mano, y surtiría par de cintorazos al abusón (aunque más ganas de pegar me inspira su madre).

«¡Pero, muchacho, déjala! Es tu hermana. Vean acá que te voy a enseñar lo que una mujer de verdad se ha pintado en el culo», y luego la risa de las dos mujeres y la excusa que pretexta la tercera vecina; seguro que para no oírlas ni que sus niños vean; «pues, yo me voy. Allá veo que se acerca el autobús. Tengo que cocinar para mis nenes y esposo; tengo que bañarlos y ponerlos a estudiar… ¡Nos vemos, amigas!»

Y se va, se va… no viene ningún autobús. Mas no quiere oírlas, así como yo no quisiera.

16-08-2005 / De «Microrrelatos»

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LEXICO REGIONAL

Gabacho = estadounidense blanco

Mayate = Nombre despectivo para los afroamericanos

Muino = Triste, apocado

Mustacho = Bigote, en inglés, ‘moustache’

Pila del Conejito = electropila ‘Everready’

Sobre el Autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.