En unas tierras más bien baldías de ideas de progreso, bajo el peso de su columna invertebrada, de cuyo nombre no falta día que no recuerde su larga noche de piedra… siendo yo niño, mi padre, con paciencia y luz transparente, me contaba historias para ser comprendidas, sin que los ‘guardianes’ de la ‘Reserva Espiritual de Occidente’, enemigos de Pericles y del canto de La Marsellesa, pudieran sospechar síntomas de contubernio judeo-masónico alguno…
Yo era un embobado, escuchando estas crónicas de la vida, cosecha propia de mi padre, o bien escuchadas en bocas de confianza, todas sin falta de fina ironía, en las lejanas tardes, entre dos luces tranquilas, en el taller de carpintería con el que mi padre se ganaba el terroso pan de cada día, con el deseo de que fuera conociendo la lucha por la vida…
Y una historia, como ésta que ahora les cuento, me condujo a llegar un día a ser un buen lector de narraciones que hablan de la existencia cotidiana…
Resulta, que allá por los años cuarenta, de luctuosa y larga noche tenebrosa, que duró cuarenta años bajo la protección divina de la muy Santa Iglesia de Roma, un inspector de Enseñanza Primaria, alto, flaco, fruto de alimentarse más bien con lentejas, papas y pimientos que de lomos de ternera, pues conocido era el decir: “Pasas más hambre que un maestro de escuela”, se desplazó el buen hombre a un pueblo de la provincia, a cumplir con sus deberes profesionales, que no eran otros que inspeccionar la enseñanza en las escuelas, con templanza, ideales y cariño, fiel, seguro y sencillo de ser esta herramienta del saber forjadora y base de todo futuro, siempre que se supiera poner a prueba a los niños de las escuelas.
…el Quijote
Diligente el maestro del pueblo, a todos los niños tenía preparados, limpios, compuestos y aplicados. “Todos de pié, el señor inspector” era la voz del maestro, a la vez que invitaba al examinador con un: “Puede usted, señor inspector, preguntar a cualquiera de estos niños lo que considere”. Ufano el funcionario, tras ordenar sentarse a los niños, puso la mirada en uno de la primera fila de bancas y le preguntó cómo se llamaba. Tomó su nombre y volvió a preguntarle: “Manolito, dime, ¿quién escribió el Quijote?”, Manolito se tocó la nariz, miró a su maestro y tras tragar saliva, sorbió mocos, respondió “Yo no he sido señor inspector, yo no he sido”. Ante el visible apuro del niño, el interrogador lo mandó sentar y, eligiendo otro al azar, el nuevo y aplicado alumno le dio la misma respuesta que Manolito. No se atildó el buen dosificador de enseñanza y repitió la misma pregunta varias veces, obteniendo idéntica respuesta. Hasta el punto que el maestro, más nervioso que sereno, advirtió con firmeza al inspector: “Yo le aseguro y juro señor inspector, que ni estos niños ni yo, hemos escrito el Quijote”…
Imagine el lector el estado mental en que se sentía tan buen discípulo de Juan de Mairena, cumplidor de su trabajo. Así que estupefacto, sin más preámbulos, se dirigió como bombero a apagar un fuego al ayuntamiento, deseoso de poder hablar con el señor alcalde, a quien con los mejores y más calmados modos le contó la historia de lo sucedido en la escuela, sobre la pregunta de ¿Quién había escrito el Quijote?, a lo que el señor alcalde, sacando pecho y autoridad le respondió: “Sepa señor inspector que yo, como Jefe local del Movimiento, máxima autoridad de este municipio, juro por Dios y por España que ni los niños de nuestra escuela, ni el maestro, ni vecino o vecina, y yo como alcalde a la cabeza, hemos escrito el Quijote”.
Imagine, posible lector o lectora, el estado de ánimo de este hidalgo misionero, devoto vigilante de la enseñanza, cómo caminaba con la cabeza gacha, hablando solo, igual a un personaje shakesperiano de ser o no ser, por las calles de un pueblo en el que ninguno de sus vecinos había escrito el Quijote… cuando a vuelta de una esquina se dio de cara con un hombre de gran altura, metido en carnes, envidiable muestra de estar bien alimentado con magros de ternera y buena caña de lomo, que tras disculparse se sintió sorprendido cuando éste le soltó a bocajarro: “¿Pero Rafael, estás ciego. ¿No me recuerdas, amigo y compañero de estudios? ¿Qué haces en este pueblo donde soy Jefe de la Policía?”
Llegaron los abrazos efectivos y sinceros por parte de ambos. El trastornado examinador le contó la situación y experiencia sufrida, tanto con niños como maestro y alcalde incluido. A lo que su amigo, el jefe guardador del orden en la localidad, poniéndose firme, una mano en el hombro de su compañero de estudios y la mirada en los galones de mando de la bocamanga, firmemente a su amigo respondió con energía cuartelera: “Viejo y querido camarada, vete tranquilo a tu centro de trabajo y por favor espera una semana en hacer el informe escolar, que si en este tiempo no encuentro yo al individuo que ha escrito el Quijote, te juro que me arranco los galones”.
Y se terminó el cuento con pan, pimientos y lentejas de las de Negrín, que quien quiere las toma y el que no las deja.