Entro en el bar sin nombre y todos me miran sin mirar mientras apuran sus vasos vacíos sin brindar. El camarero gordo y sudoroso me atiende con desgana y la rubia de maquillaje ajado de la esquina me guiña un ojo de manera insinuante.
No hay música en el bar sin nombre porque emigró a otras latitudes, sólo hay humo y hedor, humo de origen incierto y hedor apestoso de cuerpos sin lavar. El tipo de traje negro me está esperando junto al billar, apoyado en la mesa y con el taco en la mano.
Me acerco con mi bebida en la mano y él me saluda con un gesto adusto de su cabeza. Le hago una mueca y me entrega el taco. Golpeo las bolas como lo haría Paul Newman si siguiera vivo y fuera más joven, y dejo que el ruído sordo de su choque inunde el local.
El tipo de traje negro no habla. Está demasiado ocupado en el juego. Parece concentrado pero juega mal, rematadamente mal, cómo lo haría un amante inexperto o un fresador ignorante. Me mira con asco, pero no me importa. Me pido otra copa.
Tras media hora llega ella, la rubia de grandes pechos y culo prieto. Se contonea arrogante y deja que todas las miradas se fijen en ella. Le planta dos besos al tipo de traje negro y a mí me da un morreo de película mientras me agarra el paquete con la mano izquierda.
Entramos los tres en el almacén del bar sin nombre. Ellos me dan el dinero y yo les entrego la mercancía. La rubia finge tranquilidad, el tipo de traje negro se ajusta la corbata y yo salgo por la puerta a la velocidad del rayo.
Fuera me aguarda Gertrudis con el coche en marcha. Tan pronto como me subo salimos a toda velocidad ignorando los gritos de un tipo de traje negro y una rubia voluptuosa que salen de un bar sin nombre hechos una furia.