El reloj balbucea ocho campanadas de una cruda mañana de invierno.
La niebla es tan densa que nos impide distinguir la silueta de un hombre embozado en una bufanda a ratos deshilachada; embutido en un apolillado abrigo de paño grueso y calzado con un par de botas desvencijadas y dos mitones que no pueden alejar los sabañones de sus dedos.
Atraviesa ahora una plaza cubierta de un grueso manto de nieve, todavía impoluta dado lo desvelado de la hora, y si contemplamos de cerca de nuestro madrugador amigo, observamos que va desgranando sus paso con extrema lentitud.
Regresa de hacer la compra diaria, siempre a temprana hora para evitar todo contacto con sus convecinos y tener que contestar a impertinentes preguntas sobre su estado de salud y situación financiera.
Anda por la setentena y evita con sumo cuidado resbalar en el hielo que acecha bajo la nieve, pues sabe que dado su estado no podría levantarse de nuevo.
Caminando con dificultad y apoyándose en las paredes, logra ahora enfilar el sórdido callejón en el que tan sólo se escuchan sus pasos y su tos impenitente.
Su respiración jadeante se va congelando al contacto con el aire glacial por lo que acelera el ritmo cansino de sus pies helados hasta alcanzar la mísera puertucha que le aislará por un día más del resto del mundo.
– Atrás quedará por fin esta pesadilla blanca- musita con satisfacción, al tiempo que rebusca afanosamente en su raída chaqueta hasta dar con un increíble manojo de llaves en todos los estados y tamaños.
Todos sus actos representan un sublime esfuerzo por ganar la carrera al frío que atenaza sus dedos y decide encender un fósforo para poder distinguir la llave precisa con sus ojos gastados.
Al cabo de segundos eternos traspasa por fin el umbral de la vida,hundiéndose en la sombría morada en la que habita su soledad.
Se siente satisfecho consigo mismo por haber ganado la batalla a la niebla y porque la nieve no cubrirá su cuerpo; mas la ansiedad de la búsqueda le ha provocado un nuevo acceso de tos virulento, no pudiendo
evitar que se le desprenda la bolsa donde almacena la compra, rompiéndose en la caída el alimento más gustado por su paladar: una garrafa de vino.
Al cesar el ataque aún balbucea discontinuamente y por momentos se aplica en restregarse la boca con su mugrienta bocamangas.
-¡ Por Satanás!- grita furioso- ¡ya no podré volver de nuevo a la taberna regresar entero con este tiempo infernal!- maldiciendo acto seguido a los cielos con las pocas fuerzas que aún le restan.
Su fortaleza anterior se ha derrumbado y es presa en estos momentos de un ataque de nervios que le hace tambalearse hasta quedar arrodillado en el oscuro zaguán invadido de telarañas.
Sin embargo, no todo son desgracias en la vida de los pobres y de repente recuerda que todavía conserva media garrafa del vino añejo que comprara el año anterior en ferias que guarda debajo del camastro para emergencias como la presente.
-No todo está perdido, el día aún puede arreglarse -, brota como oración desde el fondo de su apolillado corazón, a la vez que se percata de la presencia de los moradores del entresuelo de la casucha. sus dos gatos.
Una vez repuesto del trance vivido, decide compartir su felicidad con los dos felinos que ronronean melosamente en torno suyo: la gata, joven todavía y que siempre lleva consigo un gato de enorme cabeza que cuenta con tan sólo seis meses y un mucho de impertinente que termina por avinagrar el dulce carácter de su madre.
Convencidos de las intenciones amistosas de su amo, trepan ya raudos hasta el piso superior donde habita nuestro anfitrión, el cual no puede evitar un resquemor en su orgullo al recordar los días en que ganaba los escalones a saltos y descender a la cruda realidad de la artrosis actual que le marca el ritmo cansino de sus pasos.
Receloso, traspasa el desentablado portón e inicia la ascensión a los aposentos del piso superior, lo cual representa una ardua tarea para sus piernas , debiendo hacer acopio de todas sus fuerzas para alcanzar el último escalón donde se inicia una angustiosa captura del aire que imperiosamente demandan sus pulmones.
Sabe que la muerte le está esperando al final del último peldaño de cualquier día y confía en que llegado ese momento, le conceda el tiempo suficiente para beberse de un trago el vino que necesita su lengua para contarle lo mucho que le ha esperado.
Una vez recuperado el aliento, entreabre la carcomida puerta de la cocinucha, dando paso a unos gatos ya inquietos y a sus maullidos imperiosos que le recuerdan que todavía no ha desayunado.
Siguiendo un inveterado ritual, despedaza en el único plato que posee las vísceras de cerdo que engullirán por riguroso orden el joven gato hasta saciarse y su paciente madre dando buena cuenta de los despojos.
Al verlos totalmente entregados a su festín, se le dibuja una sonrisa en su descuidado rostro, preparando acto seguido un cuenco de leche fría con migas que nunca limpia después de haber usado, pues cree que de hacerlo se cortaría el vínculo de unión de un día con el venidero.
Posee además diversas manías; así, jamás enciende el fuego a la misma hora del día, por entender que ello le supondría un gasto excesivo de leña y tampoco bebe vino de su jarra antes de haberlo catado sus gata, ya que el gato negro es todavía muy joven para probarlo.
– Este frío no es bueno para mis huesos – rechina al par que con sus inestables manos derrama medio cuenco de leche impactando de lleno en la cabeza de la gata, que acto seguido es lamida con fruición por su hijo.
Todos sus desayunos acaban invariablemente con el suelo más próximo salpicado de leche y migas que van escapando de su boca, pues sus mandíbulas nunca se aceptaron bien.
Consumada la operación, patea las salpicaduras con sus botas destachueladas y despaciosamente deposita la cuchara y el cuenco en el anaquel donde almacena el resto de cacharros, así como el azúcar que tanto gusta de comer en varias rebanadas de pan, ya que su dentadura no es la de antaño y sólo puede permitirse comidas suaves y muy masticadas.
Perdió todos sus molares el día que acudió al sacamuelas debido a una pequeña molestia que debió complicarse, pues luego de espantosos alaridos más una hemorragia sanguinaria de casi veinte horas, hubo de permanecer despanzurrado y para siempre desdentado y sólo su joven naturaleza, amén de ciertas pócimas recetadas por su madre le salvaron de caer en las temibles garras del sepulturero.
¡Qué alegría más sincera sintió días más tarde al saber que el vino sería bueno para cicatrizar las heridas de su boca!.
Desde entonces nunca se ha abstenido de consumirlo, ya que siempre ha creído que el vino es tan consustancial al ser que sólo los niños y los muertos debían dejar de consumirlo.
Las libaciones, por otra parte, las realiza en la sola compañía de sus gatos y se reducen a cuatro o cinco jarras que sorbe con avidez en cuanto las sombras se van adueñando de su lóbrega morada.
Por lo demás, el piso donde habita comprende solamente dos estancias:el cubículo, toscamente amueblado por una cama de hierro despatarrada con un deforme colchón de lana; una silla despellejada que hace las veces de mesita de noche; un palanganero que consta de jofaina, jarra y espejo semirroto, además de un orinal con toda clase de orines y una roñosa navaja de afeitar.
Las paredes están salpicadas a intervalos de calvas y petachos y las maderas del suelo totalmente roídas por los ratones, antiguos inquilinos del aposento.
El antro donde tiene lugar la mayor parte de sus duermevelas y meditaciones es un habitáculo de suelo muy bajo; paredes agrietadas y suelo de un color mezcla de brasas aplastadas, sopa apestosa y vino rancio en la
parte más cercana al fogón; las cuadrículas próximas a la mesa son una amalgama de blancos de leche y azúcar más rojo del barro de sus botas, así como un verde indescifrable de los humores de su acatarrada nariz.
Por último, los rincones, la parte baja de las paredes así como los lomos e los gatos están repletos de los escupitajos que emite a lo largo del día con eriodicidad rítmica.
El mobiliario se reduce a una vetusta mesa de nogal picada de cuchilladas, fruto del inestable pulso de su dueño y que lleva adherida como costra en su piel una maseta informe de leche, migas y azúcar; una banqueta de pino algo destartalada que ganara en una partida al dueño de la taberna;una jarra de cobre, cuenco, plato y varios pucheros de latón y cuchara y tenedor de madera, además del cuchillo de cocina.
Su única comida sólida se reduce a un puchero de sopa maloliente con que acompaña a los pocos arenques que sobreviven a sus gatos.
Nunca bebe vino en tal ocasión, pues es de la opinión que ese néctar divino sólo debe saborearse cuando el paladar está totalmente virgen del contacto de otros sabores, cosa que nunca ocurre antes de la anochecida, ya que su aparato digestivo está aquejado de meteorismo y sus eructos resuenan en las estrechas paredes del aposento cual bramidos de ciervo.
Otro mal que le aqueja es la halitosis, aunque de esto sólo es consciente el gato que se atreve a interponerse en el camino de sus nauseabundos efluvios.
Todas estas operaciones son interrumpidas por el constante flujo y reflujo de unas llamas que indican a nuestro hombre la necesidad de reponer leña en un fuego que es su obsesión, pues está convencido de que el día que se le apague será su final, y para evitarlo, siempre dispone de un nutrido arsenal de troncos y astillas a su diestra.
Asimismo, como quiera que el mantener el fuego e encendido sólo para calentarse representa un gasto superfluo a sus ojos, tiene siempre colgando un gran puchero con agua que hierve repetidas veces hasta convertirse en vapor.
GERMÁN GORRAIZ LOPEZ