El Día Internacional de la Mujer, que conmemoramos ayer, me resulta agridulce: es de esas efemérides que ni dan pie para la alegría ni para la tristeza, porque por un lado denuncian la situación que aún padecen las mujeres incluso en sociedades presuntamente tan avanzadas en igualdad como la nuestra, y por otro son proclamas ineficaces para la remoción de hábitos y condiciones sociales que, lejos de estrechar, agrandan la brecha de la discriminación existente con esa mitad de la población, que son las mujeres, por el sólo hecho del sexo.
Este día me interpela sobre unos estereotipos que todavía me hacen considerar a la mujer más como ayuda que como compañera, puesto que sólo desde una actitud intelectual y adquirida, poco innata, soy proclive a compartir unas tareas domésticas que me cuesta asumir como propias. En tal sentido, soy capaz de defender vehemente la justicia de un idéntico salario para el hombre y la mujer cuando desempeñan un mismo trabajo; lo natural de acceder a puestos de responsabilidad en función sólo de la valía profesional, sin importar el sexo, e incluso la necesidad de facilitar desde las instituciones la compatibilidad entre hogar y trabajo para que la mujer pueda integrarse en el mundo laboral sin sacrificar su vida familiar. También estoy convencido de que no existen barreras para que la mujer aspire a cualquier puesto al que esté capacitada, sin distinción una vez más del sexo. Pienso que, aunque es cierto que las mujeres encuentran ocupación en actividades otrora reservadas al hombre, como policías, bomberos, albañiles, conductores públicos, celadoras, soldados, etc., todavía deben hacer valer sus derechos frente a suspicacias y actitudes que minusvaloran su condición femenina, venciendo unos impedimentos que no se ponen a sus compañeros varones. Aún existen techos de cristal que impiden a la mujer alcanzar la igualdad real en todos los campos profesionales que siguen oponiendo resistencia a la presencia femenina, generalmente ubicados en las esferas del poder y la alta dirección, como las finanzas, las grandes empresas, la universidad, el periodismo y demás entes mediáticos, incluso la política, a pesar de sus cuotas y candidaturas cremalleras. No hay más que constatar el número de mujeres que integran los consejos de administración y órganos ejecutivos de estos sectores para comprobarlo. Resultará sorprendente.
Pero el Día de la Mujer, aunque parece apropiado para exhortar grandes principios de igualdad con los que todos estamos de acuerdo, es sobre todo necesario para realizar una reflexión sincera acerca de esas pequeñas parcelas donde la discriminación aún impera sobre la mujer y que dependen de la actitud individual de cada uno de nosotros. Se trata de aquellos comportamientos que consideran “normal” que la mujer sea, cuando convive en pareja, la que soporte la mayoría de las tareas domésticas, aunque no realice un trabajo remunerado por cuenta ajena; que se encargue de los asuntos escolares de los hijos; que deba mostrarse “atractiva” cuando atiende al público; que asuma como “lógico” correr a cuidar a los ascendientes enfermos porque los varones no pueden dejar de trabajar; que delegue en su compañero cualquier decisión, sobre todo si es banal, que incumba a ambos; que se responsabilice de la provisión de alimentos de la casa; y que padezca tantos detalles insignificantes que infravaloran su condición humana, como chascarrillos, insinuaciones, piropos, el poco cuidado en el uso de un lenguaje que refleja el machismo de la sociedad y la falta de sensibilidad de sus parejas cuando no se esfuerzan en modificar relaciones que perpetúan una discriminación a estas alturas inconcebible e injusta.
Si los más cercanos (padres, maridos, hijos, hermanos y amigos) somos incapaces de combatir esa falta de igualdad y equidad que supone la discriminación por razón del sexo con unas mujeres a las que nos unen afectos y sentimientos, ¿cómo ha de extrañarnos la existencia de un Día Internacional de la Mujer? No es un día para reflexionar sobre ellas, sino con ellas para eliminar los tics que aún arrastramos de un machismo antropológico. Cuesta trabajo, lo reconozco. Por eso deploro con remordimiento no aplicarme lo suficiente para despojarme de ellos no sólo hoy, sino los 365 días del año.