«Una tarde, al volver a casa desde la escuela, me venció la curiosidad a pesar de mi temor los gentiles, y entré sigilosamente –era la primera vez en mi vida que entraba en una iglesia- para investigar lo que, estaba convencido, serÃa un horror exótico e idólatra… la principal impresión que me dio a mÃ, que pensaba que todos los cristianos tenÃan que ser tan ratos como albinos, fue que aquella gente no era, en apariencia, tan radicalmente diferente de nosotros como habÃa imaginado». (Página 23).
«En la escuela, durante el recreo, acudÃan algunos vendedoes sirios, todos vestidos con sus tradicionales chaquetas de alpaca y sus sombreros de fieltro negro; llevaban aquellas bandejas esmaltadas en blanco, de las que cogÃamos halvah, pasteles turcos o grasientas barritas de pasta de nuez». (Página 40).
«La cocina era el gran engranaje que ponÃa en movimiento nuestras vidas. Se detenÃa tan sólo los sábados y los dÃas festivos. Desde la cocina de mi madre tuve mi primera visión de la vida como un taller blanco, excesivamente caldeado y profusamente iluminado, que olÃa a comida judÃa, saturado de mujeres en bata y atestado de revistas de moda, modelos, restos de retales y bobinas de hilo». (Página 76).
«Ahora la luz empieza a desvanecerse. El crepúsculo es la hora del sosiego mental; es el fondo del arca hacia el que hemos ido resbalando a lo largo de todo el dÃa»: (Página 82).
«Poder hablar otro idioma significa poder alejarse de uno mismo. ¿No te parece aburrido hablar siempre la misma lengua? ¡La lengua de uno! Es como estar en una prisión en la que las palabras que pronuncias a diario se convierten en paredes de tu celda. Te impiden pensar que puedes ser otra persona, que puedes escapar». (Página 133).
No es común encontrarse con la obra de grandes maestros extranjeros, fagocitados por el olvido general, resucitados para ediciones en español. Por eso es una gran noticia este Un paseante en Nueva York, que nos trae Barataria.
En la obra, que describe la infancia y la adolescencia de un niño judÃo en un barrio de Nueva York un tanto alejado del Nueva York más céntrico y popular de los folletos turÃsticos, nos encontramos con una sensibilidad exquisita, con un hombre capaz de reflejar las atmósferas a base de olores, costumbres, gestos o imágenes de gran fuerza como los árboles cubiertos de polvo o los ardientes veranos reflejados en los alféizares de las ventanas que quemaban el trasero del protagonista si se detenÃa en ellos.
El libro permite entrar en unas formas de pensar de la comunidad judÃa en Estados Unidos, la significación del socialismo para los obreros de una época, la pobreza reinante, y la enorme capacidad del niño para absorber impresiones y grabar recuerdos muy detallados de los que no se desprenderá nunca.
No hay una historia en el sentido tradicional del término que pueda seguirse a lo largo de estas lÃneas. Se trata de un libro contemplativo, lleno de admiración por la literatura: Blake, la Biblia, Whitman…, poblado de «fotogramas» como los edificios de ladrillo rojo o el puente de Brooklyn que Alfred Kazin nos traslada con una gran fuerza, con la visión calenturienta (y no en el sentido sexual) del adolescente, con la visión de un escritor en sus años de formación y libertad. Nueva York parece otra ciudad, otro mundo, quizá como nos lo parecerÃa el Madrid relatado por Baroja si lo retomásemos hoy, con sus corralas y sus patios, con sus lavanderas en el Manzanares. De ese mundo trata el libro de Kazin pero trasladado al centro cultural y popular de los Estados Unidos. Y todo ello enriquecido por las referencias a las tradiciones, las creencias, las comidas, las costumbres de unos judÃos, emigrantes desde Rusia y Polonia, que luchaban por la vida y el desarrollo de sus hijos entre la pobreza y la escasez de trabajo, entre la inseguridad y la aceptación de la vida tal y como viene.
Un libro para paladear; una obra para abrir los ojos a otras realidades no tan lejanas en el tiempo, y sin embargo tan extrañas para nuestra vida contemporánea. Una oportunidad de leer algo realmente diferente en la pléyade de copias repetidas hasta la saciedad de nuestro panorama literario.
Las fotografÃas en blanco y negro del final ayudan también a reforzar esas descripciones que nos regala el autor, se agradecen y complementan el libro, que basa su fuerza en la capacidad de observación y en las impresiones que produce todo lo que se ve, todo lo que nos ofrece el mundo, sea un muro que nos genera ansiedad o unos edificios que nos devuelven al siglo XIX y a los que agradecemos ese viaje en el tiempo.