Eran mis años jóvenes, mis jóvenes años. Años en los que el ímpetu de una rebeldía sin aparente causa marcaba mis pasos por la cuesta abajo del Conquero, con todo lo que ello arrastraba: los amores de la esperanza y de la desesperación; las escaladas clandestinas con Mara a los cabezos repletos de margaritas y vinagrillos; Kierkeggard y su filosofía; las provocaciones diarias de Canterla y mía a Mari Paz, la profesora de Francés, “la francesita”; las escapadas a la taberna El Quijote, entre Matemáticas, Física y Química… Pero sobre todo, aquella música que ya asomaba a borbotones y a la que sin dudarlo me entregaba: Los Duendes, Los Deimos, Los Pocker’s, los Caníbales, los primeros Keys…
Eran mis años jóvenes, mis jóvenes años. De los primeros pulsos en mi guitarra, por el bordón, por la quinta y por la cuarta. De mis primeras notas sobre la madera desgastada y con muescas, de tanto atravesarla a sentimientos blancos. Aprendiendo a acariciar sus onduladas bajo el influjo de su tonalidad maga. De la querencia por subir a un escenario, y así poder acercarme un poco más a quienes venían ejerciendo de ídolos en mi corazón de músico provinciano.
Eran mis años jóvenes, mis jóvenes años. Con aquella primera formación de verdadero escándalo: Fernando Hernández a la guitarra de punteo, Pavón al bajo, Toti, el de Bacuta, con la batería de bombo exagerado, y yo de solista –micrófono shure en mano- imitando la voz quebrada, sentimental y negra de Ray Charles con lo de What’d I Say?, en los actos culturales del colegio de San Pablo…